YONNY RODRÍGUEZ │ Estelí
Derek Alton Walcott fue un escritor de origen
caribeño, nacido en el pueblo de Castries en la isla de Santa Lucía el 23 de
enero de 1930. Se trasladó a Jamaica para cursar la carrera de Literatura en la
Universidad de las Indias Occidentales.
El poeta Walcott recitando. Foto│Cortesía. |
A los 23 años, fundó en Trinidad y Tobago el Taller
Trinitario de Teatro, donde produjo sus primeras puestas en escena. Se mudó a
Estados Unidos y comenzó a dar clases en más de una universidad, incluyendo
Harvard. En el año 1992, Walcott fue galardonado con el Premio Nobel.
Su producción se divide principalmente entre la
poesía, con casi 20 poemarios, y el drama, donde se cuentan alrededor de
treinta obras de teatro, aunque también ha incursionado en otros géneros.
Fue un escritor capaz de generar intensas imágenes
visuales y de sumergir al lector en un comprometido análisis de la cultura y la
moral, ofreciendo una estructura elegante y cuidado.
Entre sus libros de poemas destacan "Otra
vida", "El reino de la manzana", "El viajero
afortunado" y "Omeros"; este último es el nombre de su poema
épico, pieza por la que muchos lo reconocen. De sus obras teatrales resalta
"Sueño en la montaña del mono" y también resulta esencial su ensayo
literario titulado "La voz del crepúsculo".
A continuación, una selección de poemas de su autoría.
Los
mariscadores de caracolas
Dado que la peluda ortiga, la bifurcada mandrágora y
la maligna
seta, la baba de sapo o el afilado y espinoso erizo
son, por su naturaleza, venenosos, no deberíamos dudar
de
lo que murmuran haber visto con sus ojos de luna los
mariscadores de
caracolas.
¿Quién es este príncipe? ¿Qué yelmo lleva?
Vemos volar alto a los rabihorcados carroñeros, cada
vez más abundantes,
vemos que nuestro aliento traza formas vacilantes,
pero ¿qué es lo que le perturba en los empapados
acantilados,
mientras mira las estrellas insomne como el mar?
¿Qué embozados rumores atraviesan el reino,
ocultándose de las linternas de los vigilantes
nocturnos en las calles mojadas?
Abofeteados por nuestros inquisidores, los
mariscadores de caracolas sólo
farfullan:
«Es como una concha soldada a la roca del mar,
y no hay cuchillo que pueda desprenderla».
Los sutiles torturadores
fingen creerlo. El moderno sermón del prelado
muestra que no hay mal, tan sólo voluntad mal
orientada,
pero los ojos de los pescadores de caracolas son
grises como ostras
y la negra vela se desliza lentamente bajo su quilla
musgosa.
«Es Abdón el usurpador, a cuyo corazón se adhiere el
sapo.»
«No hay nada bajo su yelmo salvo vuestro miedo».
«Ha bebido las cuencas sorbidas de sus propios ojos,
y escamosas garras aferran la empuñadura de su
espada».
«¿Y reaparece una vez que habéis hecho la señal de la
cruz?»
«Sí. El escorpión de mar acude a su silbido como un
perro».
«Bajo su saliva ácida los buitres despliegan sus
paraguas,
y el mar reluce como su cota de malla a través de la
niebla.
Se aferra al cuello de este mundo y no hay forma de
desprenderle».
Cuando les damos caldo, y esto se prolonga durante
noches,
el más joven mira el vapor hasta que se enfría.
«Si es Abdón el usurpador, ¿qué usurpará?»
Se estremece. «Ojalá se le enfrenten plateadas
legiones de serafines».
Les explicamos que es la luz de la luna amotinada
sobre las olas,
el espejismo de los pescadores, que tan sólo están
enloquecidos
por la sal en los cortes de las palmas de sus manos,
pero todos creen
que es Abdón, que lo que se yergue en el empapado
rompeolas,
haciendo temblar sus alas nervudas como un perro
mojado,
erecto como una pastinaca, es una manta, no el
demonio;
pero el más joven repite con voz inhumana
por la afonía, como el cansino retirarse de las olas
sobre la roca ulcerada por las caracolas: «Si no es
él, ¿por
qué entonces desgarran la luna las nubes de negro
manto
y ahogan su redondo grito como el de una loca?»
Ojos salvajes como caracolas sobre la cuchara alzada.
Fama
Esto es la fama: domingos,
una sensación de vacío
como en Balthus,
callejuelas empedradas,
iluminadas por el sol, resplandecientes,
una pared, una torre marrón
al final de una calle,
un azul sin campanas,
como un lienzo muerto
en su blanco
marco, y flores:
gladiolos, gladiolos
marchitos, pétalos de piedra
en un jarrón. Las alabanzas elevadas
al cielo por el coro
interrumpidas. Un libro
de grabados que pasa él mismo
las hojas. El repiqueteo
de tacones altos en una acera.
Un reloj que arrastra las horas.
Un ansia de trabajo.
Negaciones
Un recorte de diario, la invasión a Biafra:
negros cadáveres envueltos en luz solar
tendidos en el brillo blanco que entra en
¿cómo-es-que-se-llama la ciudad principal?
Alguien que es blanco
ilumina las noticias detrás de la noticia,
quizás, sus ojos brillan de lástima:
"Los Ibos, sabe Ud., son como los judíos,
bastante similar a la situación en la Alemania de
Hitler,
me refiero al resentimiento de los Hausas". Yo
trato de entender.
Nunca te conocí. Cristopher Okigbo,
sólo logré verte cuando un actor gritó "¡Las
Tribus!
¡Las Tribus!" Columbro
esos rostros ardientes,
e incendiados de los Ibos,
esos tartamudeantes prisioneros de ojos saltones
a merced de un consejo de guerra celebrado en el campo
de batalla.
Las sombras con cascos de soldados
podrían haber sido blancas y tuyo
uno de esos cuerpos acariciados por el sol sobre el
camino blanco
entrando en escena ... las tribus, las tribus, su
vergüenza -
¡Cristo!, esa ciudad principal, ¿cuál será su nombre?
Desenlace
Yo vivo solo
al borde del agua. Sin esposa ni hijos.
He girado en tomo a muchas posibilidades
para llegar a lo siguiente:
una pequeña casa a la orilla de un agua gris,
con las ventanas siempre abiertas
hacia el mar añejo. No elegimos estas cosas.
más somos lo que hemos hecho.
Sufrimos, los años pasan,
dejamos caer el peso pero no nuestra necesidad
de cargar con algo. El amor es una piedra
que se asentó en el fondo del mar
bajo el agua gris. Ahora, ya no le pido nada a
la poesía sino buenos sentimientos,
ni misericordia, ni fama, ni curación. Mujer
silenciosa,
podemos sentarnos a mirar las aguas grises,
y en una vida inundada
por la mediocridad y la basura
vivir al modo de las rocas.
Voy a olvidar la sensibilidad,
olvidaré mi talento. Eso será más grande
y más difícil que lo que pasa por ser la vida.
Cañaveral
marino
La mitad de mis amigos ha muerto.
Te haré unos nuevos, dijo la tierra.
No, grité. Devuélvemelos
tal como eran, con sus fallas y todo.
Esta noche puedo arrebatar su conversación
a la pálida resaca monótona
entre los cañaverales, pero no puedo caminar
sobre las hojas marinas iluminadas por la luna
solo, por ese camino albo
o flotar en el estado de sueño
en que las lechuzas abandonan la carga del mundo.
Oh tierra, el número de amigos que tú guardas
excede en mucho al de aquellos que quedan por amar.
Los cañaverales marinos al borde del acantilado
despiden
un fulgor verde y plata;
eran ellos las lanzas seráficas de mi fe,
pero de aquello que se ha perdido nace algo aún más
fuerte
que posee el brillo racional de la piedra,
que resiste el claro de luna, más allá de la
desesperación,
tan fuerte como el viento, que nos apersona a aquellos
que amamos
por entre los cañaverales divisores, tal como eran,
con fallas y todo, no perfectos, simplemente así.
Sargazos
Esa vela que descansa en la luz,
hastiada de las islas,
una goleta que surca el Caribe
en dirección al hogar, podría ser Odiseo,
camino a casa en el Mar griego;
aquella ansia de padre y esposo
bajo las arrugadas uvas agrias, es
como aquél adultero que escucha el nombre de Náusica
en el grito de cada gaviota.
Esto no tranquiliza a nadie. La vieja batalla
entre la obsesión y la responsabilidad
no terminará nunca y ha sido la misma
tanto para el navegante como para el que se retuerce
allá en la orilla
sobre sus sandalias al encaminar sus pasos hacia el
hogar,
desde que Troya suspiró su última llama,
y la roca del gigante ciego sacó la batea
de cuyo pozo surgen los grandes hexámetros
que terminan en marejadas exhaustas.
Los clásicos pueden consolar. Más no lo suficiente.
Volcán
Joyce temía al trueno,
mas durante su funeral los leones del zoológico de
Zurich rugieron
¿Fue en Zurich o en Trieste?
No importa. Son leyendas, así como
es leyenda la muerte de Joyce,
o el rumor obsesivo de que Conrad
ha muerto, y Victoria es irónica.
Desde esta casa en el acantilado
sobre la franja del horizonte nocturno
es posible ver el resplandor de dos grúas a lo lejos
en el mar
hasta la hora del amanecer; es como
el resplandor del cigarro
y el resplandor del volcán
al final de Victoria.
Uno podría abandonar la escritura
por esas señas de los grandes
que lentas se consumen, y ser en cambio,
su lector ideal, meditativo y
voraz, haciendo que el amor por las obras maestras
sea superior al intento
de repetirlas o mejorarlas,
y ser así el mejor lector del mundo.
Por lo menos eso necesita del asombro
que se ha perdido en nuestro tiempo;
tanta gente lo ha visto todo
tanta gente es capaz de predecir
tanta que se niega a aceptar el silencio
de la victoria, el desinterés
que arde en la médula,
tantos no son más que
ceniza erguida cual cigarro,
tantos dan al trueno por hecho.
¡Cuán común es el relámpago, qué perdidos están los
leviatanes
que ya ni siquiera buscamos!
Había gigantes en aquel entonces.
En aquel entonces se liaban buenos cigarros.
Debo leer con más cuidado.
III (MIdsummer)
En el Hotel Queen's Park, con sus blancos dormitorios
de cielos altos
vuelvo a entrar a mi primer espejo local. Una
cucaracha babosa
se desvía de su camino al Parnaso en el lavatorio de
porcelana.
Cada palabra que he escrito equivocó el sentido. No
puedo relacionar estas líneas con las líneas en mi
rostro.
El niño que murió en mí ha dejado su huella sobre
las enmarañadas sábanas, y fue su pequeña voz
la que susurró desde la garganta gutural del
lavatorio.
Afuera, sobre el balcón, recuerdo cómo era la mañana
Era cual ángulo de granito en la
"Resurrección"
de Piero della Francesca, el pie adormilado y frío
picando como las pequeñas palmeras cerca del Hilton.
En la húmeda Savanah, guiados suavemente por sus
lacayos,
bufando, ejercitan corceles de tobillos graciosos
tan graciosos como el humo marrón de las panaderías.
El sudor oscurece sus flancos, y el rocío ha
escarchado la piel
de los enormes taxis americanos detenidos durante la
noche en la calle.
En oscuras callejuelas de pavimento, iluminadas por un
rayo de sol
el rostro hermético de las chozas se conmueve con esa
frase de Traherne:
"El maíz era naciente y el trigo inmortal",
y los cañaverales de Caroni. Con todo el verano por
delante
una brisa camina hacia los muelles, y el mar comienza.
VII (Midsummer)
Nuestras casas están a un paso de la alcantarilla.
Cortinas de plástico
o vulgares reproducciones ocultan lo sombrío tras las
ventanas –
la máquina de coser a pedales, las fotos, la rosa de
papel
sobre su paño. El sendero de entrada está indicado por
tarros rojos.
La altura de un hombre al pasar es idéntica a la de
sus puertas
y las puertas mismas, usualmente no más anchas que
ataúdes,
han tallado a veces medias lunas en sus grecas.
Los montes carecen de ecos. No el eco de las ruinas.
Los sitios eriazos cabecean con sus palanquines de
verde.
Cualquier fisura en la vereda fue labrada por la falla
original
del primer mapa del mundo, sus fronteras y poderes.
Cerca de un montón de arena roja, de la siembra, de la
gravilla abandonada
cerca de un lote quemado, una selva fresca exhibe sus
verdes
y salvajes orejas elefantinas de ñame y dasheen.
Si quisieras, al otro lado del pequeño muro, es
posible
recapturar una infancia cuyas enredaderas
inmovilizarán tus pies.
Ese es el destino de todo vagabundo, así su marca,
que mientras más vagabundea, más ancho se le hace el
mundo.
Por eso, no importa cuan lejos hayas viajado, tus
pasos hacen más hoyos y la maraña se multiplica –
o por qué pensarías tan repentinamente en Tomás
Venclova
y ¿por qué ha de importarme a mí lo que fuera que le
hicieran a Heberto
cuando los exiliados deben dibujar sus propios mapas,
cuando este asfalto
te lleva lejos de la acción, más allá de los setos de
flores no alineadas?
XI (Midsummer)
Cansado de la mañana, mi doble cierra la puerta
del baño del motel; luego, mientras limpia el espejo
empañado,
se niega a aceptar que yo lo miro fijamente.
Con el más suave gruñido, estira mi cuello, cuidando
de dejarlo limpio, su atención desapasionada
semejante a un barbero que jabona un cadáver - la
extrema unción.
El antiguo ritual hubiese sido así de sombrío
si los minúsculos mechones ensortijados ahí en el
lavatorio
hubiesen sido, no vellos, sino pequeños serafines.
Él poda nuestro bigote con pequeños cortes de tijera,
luego se detiene, y medita como en el aire. Algunos
dolores
no son inmensos, más son fatales, algo así como la
sensación de pecado
al afeitarse. Y los roperos vacíos donde alguna vez
brilló
su ropa. Pero díganme, por qué el tirar una cadena,
con su vorágine en la que giran trocitos de pelo,
puede hacer
que algunos hombres aparten sus rasuradoras
silenciosamente
y sientan sus venas cual inmundicia que flota río
abajo
después del doloroso trabajo del sexo,
es, una pregunta que pueden plantear los cisnes con
sus cuellos blancos,
y
que el gallo puede contestar sin demora, pisando a sus gallinas.