Portada del disco reciente del genio de Úbeda. |
Por │Benjamín Prado
¿De dónde salen las canciones? Del
mismo sitio al que van a morir los pájaros. No lo sabemos, pero sí que también
se parecen a ellos en otra cosa: si las quieres, las tienes que cazar al vuelo.
Antes de encontrar su nombre y dárselo al disco completo que por entonces ya
tramaba Joaquín Sabina, «Lo niego todo» empezó como siempre, con una idea suya:
quería hacer una canción contra su propio mito, aparecer en ella como alguien
que si nunca fue del todo la persona de la que hablan cuando se refieren a él,
a estas alturas tiene muy poco que ver con ella. Ya sabes, se trata de cambiar la leyenda del calavera, el juglar del
asfalto y el profeta del vicio, como me llamaron en un periódico de Chile, por
la imagen de un tipo que llora con las películas de sobremesa los domingos por
la tarde”, me dijo una noche en su casa, a su hora favorita, esa en la que,
como él suele decir, te das cuenta de que dos copas eran demasiadas pero tres
ya son pocas.
Volvimos a hablar de ello muchas
veces y siempre con la red en la mano, por si las moscas, pero sabiendo que su
momento aún no había llegado, que lo haría en Nueva Orleans, en Lisboa, adonde
fantaseamos con ir a trabajar como habíamos ido a Praga en la época de Vinagre
y rosas, o más bien en Rota, Cádiz, donde pasaríamos el verano, con tiempo por
delante para tomárnoslo con calma. Una tarde, en el restaurante Casa Bigote, en
Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, aparecieron los primeros versos y, sobre todo,
encontramos el truco que hace falta para hacer magia: aquella estructura basada
en la negación, lo niego todo, esto y lo otro, lo bueno y lo malo, lo que me
atribuyen y lo que puede que sea… Ahí estaba, era ella, había que atraparla y
empezamos a disparar en todas direcciones. Volvimos a casa y no paramos de
buscar y encontrar. La sensación que íbamos teniendo era la mejor posible, esa
que hace que cada palabra no parezca que la pones tú, sino que es ella la que
ocupa el lugar que le corresponde.
Poco después iba a reunirse con
nosotros el tercero en discordia, Leiva, así que le mandamos lo que teníamos y
cuando apareció por Rota llevaba dos cosas: la primera, a sí mismo, con su
talento, su aura y su forma de hacer que sea imposible no quererlo; la segunda,
una maqueta de “Lo niego todo” que a Joaquín lo mandó a la lona de una sola escucha:
lo que había compuesto daba ganas de hacer ondear las banderas, era un himno,
una auténtica maravilla, y además tenía exactamente el tono del disco que él
quería hacer. Era como si le hubiesen leído el pensamiento. Desde ese instante,
no paramos, las cosas fluyeron de una manera imparable y en aquellas sesiones
duras y de seda Lei descubrió que lo más grande de Joaquín es su forma de
hacerse del tamaño de los demás, la generosidad con que te trata igual que si
tú también fueras Sabina. El trío funcionó y no hicimos una amistad, fundamos
una familia.