MARIO VARGAS LLOSA | Letras Libres
Claudio Pérez, enviado especial de El
País a Nueva York para informar sobre la crisis financiera, escribe, en su
crónica del viernes 19 de septiembre de 2008: “Los tabloides de Nueva York van
como locos buscando un broker que se arroje al vacío desde uno de los
imponentes rascacielos que albergan los grandes bancos de inversión, los ídolos
caídos que el huracán financiero va convirtiendo en cenizas.” Retengamos un
momento esta imagen en la memoria: una muchedumbre de fotógrafos, de paparazzi,
avizorando las alturas, con las cámaras listas, para capturar al primer suicida
que dé encarnación gráfica, dramática y espectacular a la hecatombe financiera
que ha volatilizado billones de dólares y hundido en la ruina a grandes
empresas e innumerables ciudadanos. No creo que haya una imagen que resuma
mejor el tema de mi charla: la civilización del espectáculo.
Me parece que esta es la mejor manera
de definir la civilización de nuestro tiempo, que comparten los países
occidentales, los que, sin serlo, han alcanzado altos niveles de desarrollo en
Asia, y muchos del llamado Tercer Mundo.
¿Qué quiero decir con civilización
del espectáculo? La de un mundo en el que el primer lugar en la tabla de
valores vigente lo ocupa el entretenimiento, donde divertirse, escapar del aburrimiento,
es la pasión universal. Este ideal de vida es perfectamente legítimo, sin duda.
Sólo un puritano fanático podría reprochar a los miembros de una sociedad que
quieran dar solaz, esparcimiento, humor y diversión a unas vidas encuadradas
por lo general en rutinas deprimentes y a veces embrutecedoras. Pero convertir
esa natural propensión a pasarlo bien en un valor supremo tiene consecuencias a
veces inesperadas. Entre ellas la banalización de la cultura, la generalización
de la frivolidad, y, en el campo específico de la información, la proliferación del
periodismo irresponsable, el que se alimenta de la chismografía y el escándalo.
¿Qué ha hecho que Occidente haya ido
deslizándose hacia la civilización del espectáculo? El bienestar que siguió a los
años de privaciones de la Segunda Guerra Mundial y la escasez de los primeros
años de la posguerra. Luego de esa etapa durísima, siguió un periodo de
extraordinario desarrollo económico. En todas las sociedades democráticas y
liberales de Europa y América del Norte las clases medias crecieron como la
espuma, se intensificó la movilidad social y se produjo, al mismo tiempo, una
notable apertura de los parámetros morales, empezando por la vida sexual,
tradicionalmente frenada por las iglesias y el laicismo pacato de las
organizaciones políticas, tanto de derecha como de izquierda. El bienestar, la
libertad de costumbres y el espacio creciente ocupado por el ocio en el mundo
desarrollado constituyó un estímulo notable para que proliferaran como nunca
antes las industrias del entretenimiento, promovidas por la publicidad, madre y
maestra mágica de nuestro tiempo. De este modo, sistemático y a la vez
insensible, divertirse, no aburrirse, evitar lo que perturba, preocupa y
angustia, pasó a ser, para sectores sociales cada vez más amplios, de la
cúspide a la base de la pirámide social, un mandato generacional, eso que
Ortega y Gasset llamaba “el espíritu de nuestro tiempo”, el dios sabroso,
regalón y frívolo al que todos, sabiéndolo o no, rendimos pleitesía desde hace
por lo menos medio siglo, y cada día más.
Otro factor, no menos importante,
para la forja de la civilización del espectáculo ha sido la democratización de
la cultura. Se trata de un fenómeno altamente positivo, sin duda, que nació de
una voluntad altruista: que la cultura no podía seguir siendo el patrimonio de
una élite, que una sociedad liberal y democrática tenía la obligación moral de
poner la cultura al alcance de todos, mediante la educación, pero también la
promoción y subvención de las artes, las letras y todas las manifestaciones
culturales. Esta loable filosofía ha tenido en muchos casos el indeseado efecto
de la trivialización y adocenamiento de la vida cultural, donde cierto
facilismo formal y la superficialidad de los contenidos de los productos
culturales se justificaban en razón del propósito cívico de llegar al mayor
número de usuarios. La cantidad a expensas de la calidad. Este criterio,
proclive a las peores demagogias en el dominio político, en el cultural ha
causado reverberaciones imprevistas, entre ellas la desaparición de la alta
cultura, obligatoriamente minoritaria por la complejidad y a veces hermetismo
de sus claves y códigos, y la masificación de la idea misma de cultura. Esta ha
pasado ahora a tener casi exclusivamente la acepción que ella adopta en el
discurso antropológico, es decir, la cultura son todas las manifestaciones de
la vida de una comunidad: su lengua, sus creencias, sus usos y costumbres, su
indumentaria, sus técnicas, y, en suma, todo lo que en ella se practica, evita,
respeta y abomina. Cuando la idea de la cultura torna a ser una amalgama
semejante es poco menos que inevitable que ella pueda llegar a ser entendida,
apenas, como una manera divertida de pasar el tiempo. Desde luego que la
cultura puede ser también eso, pero si termina por ser sólo eso se
desnaturaliza y se deprecia: todo lo que forma parte de ella se iguala y
uniformiza al extremo de que una ópera de Wagner, la filosofía de Kant, un
concierto de los Rolling Stones y una función del Cirque du Soleil se
equivalen.
No es por eso extraño que la
literatura más representativa de nuestra época sea la literatura light, es
decir, leve, ligera, fácil, una literatura que sin el menor rubor se propone
ante todo y sobre todo (y casi exclusivamente) divertir. Atención, no condeno
ni mucho menos a los autores de esa literatura entretenida pues hay, entre
ellos, pese a la levedad de sus textos, verdaderos talentos, como –para citar
sólo a los mejores– Julian Barnes, Milan Kundera, Paul Auster o Haruki
Murakami. Si en nuestra época no se emprenden aventuras literarias tan osadas
como las de Joyce, Thomas Mann, Faulkner y Proust no es solamente en razón de
los escritores; lo es, también, porque la cultura en que vivimos no propicia,
más bien desanima, esos esfuerzos denodados que culminan en obras que exigen
del lector una concentración intelectual casi tan intensa como la que las hizo
posible. Los lectores de hoy quieren libros fácilmente asimilables, que los
entretengan, y esa demanda ejerce una presión que se vuelve un poderoso
incentivo para los creadores.
Tampoco es casual que la crítica haya
poco menos que desaparecido en nuestros medios de información y que se haya
refugiado en esos conventos de clausura que son las Facultades de Humanidades
y, en especial, los Departamentos de Filología, cuyos estudios son sólo
accesibles a los especialistas. Es verdad que los diarios y revistas más serios
publican todavía reseñas de libros, de exposiciones y conciertos, pero ¿alguien
lee a esos paladines solitarios que tratan de poner cierto orden jerárquico en
esa selva y ese caos en que se ha convertido la oferta cultural de nuestros
días? Lo cierto es que la crítica, que en la época de nuestros abuelos y
bisabuelos desempeñaba un papel central en el mundo de la cultura porque
asesoraba a los ciudadanos en la difícil tarea de juzgar lo que oían, veían y
leían, hoy es una especie en extinción a la que nadie hace caso, salvo cuando
se convierte también ella en diversión y en espectáculo.
La literatura light, como el cine
light y el arte light, da la impresión cómoda al lector, y al espectador, de
ser culto, revolucionario, moderno, y de estar a la vanguardia, con el mínimo
esfuerzo intelectual. De este modo, esa cultura que se pretende avanzada y
rupturista, en verdad propaga el conformismo a través de sus manifestaciones
peores: la complacencia y la autosatisfacción.
En la civilización del espectáculo es
normal y casi obligatorio que la cocina y la moda ocupen buena parte de las
secciones dedicadas a la cultura y que los “chefs” y los “modistos” y
“modistas” tengan en nuestros días el protagonismo que antes tenían los científicos,
los compositores y los filósofos. Los hornillos y los fogones y las pasarelas
se confunden dentro de las coordenadas culturales de la época con los libros,
los conciertos, los laboratorios y las óperas, así como las estrellas de la
televisión ejercen una influencia sobre las costumbres, los gustos y las modas
que antes tenían los profesores, los pensadores y (antes todavía) los teólogos.
Hace medio siglo, probablemente en Estados Unidos era un Edmund Wilson, en sus
artículos de The New Yorker o The New Republic, quien decidía el fracaso o el
éxito de un libro de poemas, una novela o un ensayo. Hoy son los programas
televisivos de Oprah Winfrey. No digo que esté mal que sea así. Digo
simplemente que es así.
El vacío dejado por la desaparición
de la crítica ha permitido que, insensiblemente, lo haya llenado la publicidad,
convirtiéndose esta en nuestros días no sólo en parte constitutiva de la vida
cultural sino en su vector determinante. La publicidad ejerce una influencia
decisiva en los gustos, la sensibilidad, la imaginación y las costumbres y de
este modo la función que antes tenían, en este campo, los sistemas filosóficos,
las creencias religiosas, las ideologías y doctrinas y aquellos mentores que en
Francia se conocía como los mandarines de una época, hoy la cumplen los
anónimos “creativos” de las agencias publicitarias. Era en cierta forma
obligatorio que así ocurriera a partir del momento en que la obra literaria y
artística pasó a ser considerada un producto comercial que jugaba su supervivencia
o su extinción nada más y nada menos que en los vaivenes del mercado. Cuando
una cultura ha relegado al desván de las cosas pasadas de moda el ejercicio de
pensar y sustituido las ideas por las imágenes, los productos literarios y
artísticos pasan a ser promovidos, y aceptados o rechazados, por las técnicas
publicitarias y los reflejos condicionados en un público que carece de defensas
intelectuales y sensibles para detectar los contrabandos y las extorsiones de
que es víctima. Por ese camino, los esperpentos indumentarios que un John
Galliano hace desfilar en las pasarelas de París o los experimentos de la
nouvelle cuisine alcanzan el estatuto de ciudadanos honorarios de la alta
cultura.
Este estado de cosas ha impulsado la
exaltación de la música hasta convertirla en el signo de identidad de las
nuevas generaciones en el mundo entero. Las bandas y los cantantes de moda
congregan multitudes que desbordan todos los escenarios en conciertos que son,
como las fiestas paganas dionisíacas que en la Grecia clásica celebraban la
irracionalidad, ceremonias colectivas de desenfreno y catarsis, de culto a los
instintos, las pasiones y la sinrazón. No es forzado equiparar estas
celebraciones a las grandes festividades populares de índole religiosa de
antaño: en ellas se vuelca, secularizado, ese espíritu religioso que, en
sintonía con el sesgo vocacional de la época, ha reemplazado la liturgia y los
catecismos de las religiones tradicionales por esas manifestaciones de
misticismo musical en las que, al compás de unas voces e instrumentos
enardecidos que los parlantes amplifican hasta lo inaudito, el individuo se
desindividualiza, se vuelve masa y de una inconsciente manera regresa a los
tiempos primitivos de la magia y la tribu. Ese es el modo contemporáneo, mucho
más divertido por cierto, de alcanzar aquel éxtasis que Santa Teresa o San Juan
de la Cruz alcanzaban a través del ascetismo y la fe. En el concierto
multitudinario los jóvenes de hoy comulgan, se confiesan, se redimen, se
realizan y gozan de esa manera intensa y elemental que es el olvido de sí
mismos.
La masificación es otro dato, junto
con la frivolidad, de la cultura de nuestro tiempo. En este los deportes han
alcanzado una importancia que en el pasado sólo tuvieron en la antigua Grecia.
Para Platón, Sócrates, Aristóteles y demás frecuentadores de la Academia, el
cultivo del cuerpo era simultáneo y complementario del cultivo del espíritu,
pues se creía que ambos se enriquecían mutuamente. La diferencia con nuestra
época es que ahora, por lo general, la práctica de los deportes se hace a
expensas y en lugar del trabajo intelectual. Entre los deportes, ninguno
descuella tanto como el futbol, fenómeno de masas que, al igual que los
conciertos de música moderna, congrega muchedumbres y las enardece más que
ninguna otra movilización ciudadana: mítines políticos, procesiones religiosas
o convocatorias cívicas. Un partido de futbol puede ser desde luego para los
aficionados –y yo soy uno de ellos– un espectáculo estupendo, de destreza y
armonía del conjunto y de lucimiento individual que entusiasma y subyuga al
espectador. Pero, en nuestros días, los grandes partidos de futbol sirven sobre
todo, como los circos romanos, de pretexto y desahogo de lo irracional, de
regresión del individuo a la condición de parte de la tribu, de pieza gregaria,
en la que, amparado en el anonimato cálido e impersonal de la tribuna, da
rienda suelta a sus instintos agresivos de rechazo del otro, de conquista y
aniquilación simbólica (y a veces real) del adversario. Las famosas “barras
bravas” de ciertos clubes y los estragos que han provocado con sus entreveros
homicidas, incendios de tribunas y decenas de víctimas muestra cómo en muchos
casos no es la práctica de un deporte lo que imanta a tantos hinchas –casi
siempre varones aunque cada vez haya más mujeres que frecuenten los estadios– a
las canchas, sino un espectáculo que desencadena en el individuo instintos y
pulsiones irracionales que le permiten renunciar a su condición civilizada y
conducirse, a lo largo de un partido, como miembro de la horda primitiva.
Paradójicamente, el fenómeno de la
masificación es paralelo al de la extensión del consumo de drogas a todos los
niveles de la pirámide social. Desde luego que el uso de estupefacientes tiene
una antigua tradición en Occidente, pero hasta hace relativamente poco tiempo
era práctica casi exclusiva de las élites y de sectores reducidos y marginales,
como los círculos bohemios, literarios y artísticos, en los que, en el siglo
XIX, las flores artificiales tuvieron cultores tan respetables como Charles
Baudelaire y Thomas de Quincey.
En la actualidad, la generalización
del uso de las drogas no es nada semejante, no responde a la exploración de
nuevas sensaciones o visiones emprendida con propósitos artísticos o
científicos. Ni es una manifestación de rebeldía contra las normas establecidas
por seres inconformes, empeñados en adoptar formas alternativas de existencia.
En nuestros días el consumo masivo de mariguana, cocaína, éxtasis, crack,
heroína, etcétera, responde a un entorno cultural que empuja a hombres y
mujeres a la busca de placeres fáciles y rápidos, que los inmunicen contra la
preocupación y la responsabilidad, al encuentro consigo mismo a través de la
reflexión y la introspección, actividades eminentemente intelectuales que
repelen a la cultura frívola, porque las considera aburridas. Es para huir del
vacío y de la angustia que provoca el sentirse libre y obligado a tomar
decisiones como qué hacer de sí mismo y del mundo que nos rodea –sobre todo si
este enfrenta desafíos y dramas– lo que atiza esa necesidad de distracción que
es el motor de la civilización en que vivimos. Para millones de personas las
drogas sirven hoy, como las religiones y la alta cultura ayer, para aplacar las
dudas y perplejidades sobre la condición humana, la vida, la muerte, el más
allá, el sentido o sinsentido de la existencia. Ellas, en la exaltación y
euforia o serenidad artificiales que producen, confieren la momentánea
seguridad de estar a salvo, redimido y feliz. Se trata de una ficción, no benigna
sino maligna en este caso, que aísla al individuo y que sólo en apariencia lo
libera de problemas, responsabilidades y angustias. Porque al final todo ello
volverá a hacer presa de él, exigiéndole cada vez dosis mayores de aturdimiento
y sobreexcitación que en vez de llenar profundizarán su vacío espiritual.
En la civilización del espectáculo el
laicismo ha ganado mucho terreno sobre las religiones, en apariencia al menos.
Y, entre los todavía creyentes, han aumentado los que sólo lo son a ratos y de
boca para afuera, de manera superficial y social, en tanto que en la mayor
parte de sus vidas prescinden por entero de la religión. El efecto positivo de
la secularización de la vida es que la libertad es ahora más profunda que
cuando la recortaban y asfixiaban los dogmas y censuras eclesiásticas. Pero se
equivocan quienes creen que porque hoy en día hay en el mundo occidental menos
católicos y protestantes que antaño, ha ido desapareciendo la religión en los
sectores ganados al laicismo. Eso sólo ocurre en las estadísticas. En verdad,
al mismo tiempo que muchos fieles renunciaban a las iglesias tradicionales,
comenzaban a proliferar las sectas, los cultos y toda clase de formas
alternativas de practicar la religión, desde el espiritualismo oriental en
todas sus escuelas y divisiones –budismo, budismo zen, tantrismo, yoga– hasta
las iglesias evangélicas que ahora pululan y se dividen y subdividen en los
barrios marginales, y pintorescos sucedáneos como el Cuarto Camino, el
rosacrucismo, la Iglesia de la Unificación –los “moonies”–, la Cienciología,
tan popular en Hollywood, e iglesias todavía más exóticas y epidérmicas.
La razón de esta proliferación de
iglesias y pseudoiglesias es que sólo sectores muy reducidos de seres humanos
pueden prescindir por entero de la religión, la que, a la inmensa mayoría, le
hace falta pues sólo la seguridad que la fe religiosa transmite sobre la
trascendencia y el alma la libera del desasosiego, miedo y desvarío en que la
sume la idea de la extinción, del perecimiento físico. Y, de hecho, la única
manera como entiende y practica una ética la mayoría de los seres humanos es a
través de una religión. Sólo pequeñas minorías se emancipan de la religión
reemplazando el vacío que ella deja en la vida con la cultura: la filosofía, la
ciencia, la literatura y las artes. Pero la cultura que puede cumplir esta
función es la alta cultura, que afronta los problemas y no los escabulle, que
intenta dar respuestas serias y no lúdicas a los grandes enigmas,
interrogaciones y conflictos de que está rodeada la existencia humana. La
cultura del espectáculo, de superficie y oropel, de juego y pose, es
insuficiente para suplir las certidumbres, mitos, misterios y rituales de las
religiones que han sobrevivido a la prueba de los siglos. En la sociedad de
nuestro tiempo los estupefacientes y el alcohol suministran aquella
tranquilidad momentánea del espíritu y las certezas y alivios que antaño
deparaban a los hombres y mujeres los rezos, la confesión, la comunión y los
sermones de los párrocos.
Tampoco es casual que, así como en el
pasado los políticos en campaña querían fotografiarse y aparecer del brazo de
eminentes científicos y dramaturgos, hoy busquen la adhesión y el patrocinio de
los cantantes de rock y de los actores de cine. Estos han reemplazado a los
intelectuales como directores de conciencia política de los sectores medios y
populares y ellos encabezan los manifiestos, los leen en las tribunas y salen a
la televisión a predicar sobre lo que es bueno y es malo en el campo económico,
político y social. En la civilización del espectáculo el cómico es el rey. Por
lo demás, la presencia de actores y cantantes no sólo es importante en esa
periferia de la vida política que es la opinión pública. Algunos de ellos han
participado en elecciones y, como Ronald Reagan y Arnold Schwarzenegger,
llegado a tener cargos tan importantes como la presidencia de Estados Unidos y
la gobernación de California. Desde luego, no excluyo la posibilidad de que
actores de cine y cantantes de rock o de rap puedan hacer estimables
sugerencias en el campo de las ideas, pero sí rechazo que el protagonismo
político de que hoy día gozan tenga algo que ver con su lucidez o inteligencia.
En absoluto: se debe exclusivamente a su presencia mediática y a sus aptitudes
histriónicas.
Porque un hecho singular de la
civilización del espectáculo es el eclipse de un personaje que desde hace
siglos y hasta hace relativamente pocos años desempeñaba un papel importante en
la vida de las naciones: el intelectual. Se dice que la denominación de “intelectual”
nace durante el caso Dreyfus, en Francia, y las polémicas que desató Émile Zola
con su célebre “Yo acuso”, escrito en defensa de aquel oficial judío falsamente
acusado de traición a la patria por una conjura de altos mandos antisemitas del
Ejército francés. Pero, aunque el término “intelectual” sólo se popularizara a
partir de entonces, lo cierto es que la participación de hombres de pensamiento
y creación en la vida pública, en los debates políticos, religiosos y de ideas,
se remonta a los albores mismos del Occidente. Estuvo presente en la Grecia de
Platón y en la Roma de Cicerón, en el Renacimiento de Montaigne y de
Maquiavelo, en la Ilustración de Voltaire y Diderot, en el Romanticismo de
Lamartine y Victor Hugo y en todos los periodos históricos que condujeron a la
modernidad. Paralelamente a su trabajo de investigación, académico o creativo,
buen número de escritores y pensadores destacados influyeron con sus escritos,
pronunciamientos y tomas de posición en el acontecer político y social, como
ocurría cuando yo era joven, en Inglaterra con Bertrand Russell, en Francia con
Sartre y Camus, en Italia con Moravia y Vittorini, en Alemania con Günter Grass
y Enzensberger, y lo mismo en casi todas las democracias europeas. Basta
pensar, en España, en las intervenciones en la vida pública de don José Ortega
y Gasset. En nuestros días, el intelectual se ha esfumado de los debates
públicos, por lo menos de los que importan. Es verdad que algunos de ellos
todavía firman manifiestos, envían cartas a los diarios y se enzarzan en
polémicas, pero nada de ello tiene seria repercusión en la marcha de la
sociedad, cuyos asuntos económicos, institucionales e incluso culturales se
deciden por el poder político y administrativo y los llamados poderes fácticos,
entre los cuales los intelectuales sólo brillan por su ausencia. Conscientes de
la desairada situación a que han sido reducidos por la sociedad en la que
viven, la mayoría de los intelectuales han optado por la discreción o la
abstención en el debate público. Confinados en su disciplina o quehacer
particular, dan la espalda a lo que hace medio siglo se llamaba el “compromiso”
cívico o moral del escritor y el pensador con la sociedad. Es verdad que hay
algunas excepciones, pero, entre ellas, las que suelen contar –porque llegan a
los medios– son las encaminadas más a la autopromoción y el exhibicionismo que
a la defensa de un principio o un valor.
Porque en la civilización del
espectáculo el intelectual sólo interesa si sigue el juego de moda y se vuelve
un bufón.
¿Qué ha conducido al
empequeñecimiento y volatilización del intelectual en nuestro tiempo? Una razón
que debe considerarse es el descrédito en que varias generaciones de
intelectuales cayeron por sus simpatías con los totalitarismos nazi, soviético
y maoísta, y sus silencios y cegueras frente a horrores como el Holocausto, el
gulag y las carnicerías de la revolución cultural. Es, en efecto,
desconcertante y abrumador que, en tantos casos, quienes parecían las mentes
privilegiadas de su tiempo hicieran causa común con regímenes responsables de
genocidios, horrendos atropellos contra los derechos humanos y la abolición de
todas las libertades. Pero, en realidad, la verdadera razón para la pérdida
total del interés de la sociedad en su conjunto por los intelectuales es
consecuencia directa de la ínfima vigencia que tiene el pensamiento en la
civilización del espectáculo.
Porque otra característica de ella es
el empobrecimiento de las ideas como fuerza motora de la vida cultural. Hoy
reina la primacía de las imágenes sobre las ideas. Por eso los medios
audiovisuales, el cine, la televisión y ahora internet han ido dejando
rezagados a los libros, los que, si las predicciones pesimistas de un George
Steiner se confirman, pasarán dentro de no mucho tiempo a las catacumbas. (Los
amantes de la anacrónica cultura libresca, como yo, no debemos lamentarlo,
pues, si así ocurre, esa marginación tal vez tenga un efecto depurador y
aniquile toda la literatura del best-seller, de puro entretenimiento y
diversión, la literatura justamente llamada basura no sólo por la
superficialidad de sus historias y la indigencia de su forma, sino por su
carácter efímero, de literatura de actualidad, hecha para ser consumida y
desaparecer, como los jabones y las gaseosas.)
El cine, que, por supuesto, fue
siempre un arte de entretenimiento, orientado al gran público, tuvo al mismo
tiempo, en su seno, a veces como una corriente marginal y algunas veces
central, grandes talentos que, pese a las difíciles condiciones en que debieron
siempre trabajar los cineastas por razones de presupuesto y dependencia de las
grandes productoras, fueron capaces de producir obras de una gran riqueza,
profundidad y originalidad, y de inequívoco sello personal. Pero nuestra época,
conforme a la inflexible presión de la cultura dominante, que privilegia el
ingenio sobre la inteligencia, las imágenes sobre las ideas,
el humor sobre la gravedad, la
banalidad sobre lo profundo y lo frívolo sobre lo serio, ya no produce
creadores como Ingmar Bergman o Luchino Visconti o Luis Buñuel. ¿A quién corona
ícono el cine de nuestros días? A Woody Allen, que es, a un David Lean o un
Orson Welles, lo que Andy Warhol a Gauguin o Van Gogh en pintura o un Dario Fo
a un Thomas Mann en literatura.
Tampoco es de sorprender que en la
era del espectáculo en el cine los efectos especiales hayan pasado a tener un
protagonismo que relega a temas, directores, guión y hasta actores a un segundo
plano. Se me podría alegar que ello se debe en buena parte a la prodigiosa
evolución tecnológica de los últimos años que permite ahora hacer verdaderos
milagros en el campo de la simulación y la fantasía visuales. En parte, sin
duda. Pero en otra parte, y acaso la principal, se debe a una cultura que
propicia el menor esfuerzo intelectual, no preocuparse ni angustiarse ni, en
última instancia, pensar, y más bien abandonarse, en actitud pasiva, a lo que
el ahora olvidado Marshall McLuhan –pero que, pese a todo lo que pueda
reprocharse de exagerado en sus teorías, fue un sagaz profeta del signo que
tomaría la cultura de hoy– llamaba “el baño de las imágenes”, esa entrega
sumisa a unas emociones y sensaciones desatadas por un bombardeo inusitado y en
ocasiones brillantísimo de imágenes que capturan la atención, aunque ellas, por
su naturaleza primaria y pasajera, emboten la sensibilidad y el intelecto del
público.
En cuanto a las artes plásticas,
ellas se adelantaron a todas las otras expresiones de la vida cultural en
sentar las bases de la cultura del espectáculo, estableciendo que el arte podía
ser juego y diversión y nada más que eso. Desde que Marcel Duchamp, que, qué
duda cabe, era un genio, revolucionó los patrones artísticos de Occidente,
estableciendo que un excusado era también una obra de arte si así lo decidía el
artista, ya todo fue posible en el ámbito de la pintura y escultura, hasta que
un millonario pague doce millones y medio de euros por un tiburón preservado en
formol en un recipiente de vidrio y que el autor de esa broma, Damien Hirst,
sea hoy reverenciado no como el extraordinario vendedor de embaucos que es sino
como uno de los grandes artistas de nuestro tiempo. Tal vez lo sea, pero eso no
habla bien de él, sino muy mal de nuestro tiempo, un tiempo en el que el juego
y la bravata, el gesto provocador y despojado de sentido, bastan a veces, con
la complicidad de las mafias que controlan el mercado del arte y los críticos
cómplices o papanatas, para coronar falsos prestigios, confiriendo el estatuto
de artistas a grandes ilusionistas que ocultan su indigencia y su vacío detrás
del embeleco y la supuesta insolencia. Digo “supuesta” porque el excusado de
Duchamp tenía al menos la virtud de la provocación. Pero en nuestros días, en
que lo que se espera de los artistas no es el talento, ni la destreza, sino la
bravata y el desplante, sus atrevimientos no son más que las máscaras de un
nuevo conformismo. Lo que era antes revolucionario se ha vuelto moda,
pasatiempo, juego, un ácido sutil que desnaturaliza el quehacer artístico y lo
vuelve una función de Gran Guiñol. En las artes plásticas la frivolización ha
llegado a extremos alarmantes. La desaparición de mínimos consensos sobre los
valores estéticos hace que en la actualidad todo sea permitido. En ese ámbito
la confusión reina y reinará por mucho tiempo, pues ya no es posible discernir
con una cierta objetividad qué es tener talento o carecer de él, qué es bello y
qué es feo, qué obra representa algo nuevo y durable y cuál no es más que un
fuego fatuo. Esa confusión ha convertido el mundo de las artes plásticas en un
carnaval donde genuinos creadores y vivillos y embusteros andan revueltos y es
a menudo muy difícil diferenciarlos. Inquietante anticipo de los abismos a que
puede llegar una cultura que sacrifica toda otra motivación y designio a la de
entretener y divertir.
En la civilización del espectáculo la
política ha experimentado una banalización acaso más pronunciada que la
literatura, el cine y las artes plásticas, lo que significa que en ella la
publicidad y sus eslóganes, lugares comunes, frivolidades y tics, ocupan casi
enteramente el quehacer que antes estaba dedicado a razones, programas, ideas y
doctrinas. El político de nuestros días, si quiere conservar su popularidad,
está obligado a dar una atención primordial al gesto y a la forma de sus presentaciones,
que importan más que sus valores, convicciones y principios.
Cuidar de las arrugas, la calvicie,
las canas, las monturas de la nariz y el brillo de la dentadura, así como del
atuendo, vale tanto, y a veces más, que explicar lo que el político se propone
hacer o deshacer a la hora de gobernar. La entrada de la modelo y cantante
Carla Bruni al Palacio del Elíseo como Madame Sarkozy, y el fuego de artificio
mediático que trajo consigo y que aún no cesa, muestra cómo ni siquiera
Francia, el país que se preciaba de mantener viva la vieja tradición de la
política como quehacer intelectual, de cotejo de doctrinas e ideas, ha podido
resistir y ha sucumbido también a la frivolidad universalmente imperante.
(Entre paréntesis, tal vez convendría
dar alguna precisión sobre lo que entiendo por frivolidad. El diccionario llama
frívolo a lo ligero, veleidoso e insustancial, pero nuestra época ha dado a esa
manera de ser una connotación más compleja. La frivolidad consiste en tener una
tabla de valores invertida o desequilibrada en la que la forma importa más que
el contenido, la apariencia más que la esencia y en la que el gesto y el
desplante –la representación– hacen las veces de sentimientos e ideas. En una
novela que yo admiro, Tirant lo Blanc, una señora da una bofetada a su hijo, un
niñito recién nacido, para que llore por la partida de su padre a Jerusalén.
Nosotros los lectores nos reímos, divertidos con ese disparate, como si las
lágrimas que le arranca esa bofetada a esa pobre criatura pudieran ser confundidas
con el sentimiento de tristeza. Pero ni esa dama ni los personajes que
contemplan aquella escena se ríen porque para ellos el llanto –es decir la pura
forma– es la tristeza. Y no hay otra manera de estar triste que llorando
–“derramando vivas lágrimas”, dice la novela– pues en ese mundo formal es la
forma la que cuenta, a cuyo servicio están los contenidos de los actos. Eso es
la frivolidad, una manera de entender el mundo, la vida, según la cual todo es
apariencia, es decir teatro, es decir juego y diversión.)
Comentando la fugaz revolución
zapatista del subcomandante Marcos en Chiapas –una revolución que Carlos
Fuentes llamó la primera “revolución posmoderna”, apelativo sólo aceptable en
su acepción de mera representación sin contenido ni trascendencia, de mojiganga
montada por un experto en técnicas de publicidad– Octavio Paz señaló con
exactitud el carácter efímero, presentista, sin continuidad, de las acciones (o
más bien simulacros) de los políticos contemporáneos:
Pero la civilización del espectáculo
es cruel. Los espectadores no tienen memoria; por esto tampoco tienen
remordimientos ni verdadera conciencia. Viven prendidos a la novedad, no
importa cuál sea con tal de que sea nueva. Olvidan pronto y pasan sin pestañear
de las escenas de muerte y destrucción de la guerra del Golfo Pérsico a las
curvas, contorsiones y trémulos de Madonna y de Michael Jackson. Los
comandantes y los obispos están llamados a sufrir la misma suerte; también a
ellos les aguarda el Gran Bostezo, anónimo y universal, que es el Apocalipsis y
el Juicio Final de la sociedad del espectáculo.1
En el dominio del sexo nuestra época
ha experimentado transformaciones notables, gracias a una liberalización de los
antiguos prejuicios y tabúes de carácter religioso que mantenían a la vida
sexual dentro de un sofocante cepo de prohibiciones. En este campo, sin duda,
en el mundo occidental ha habido un progreso extraordinario con la aceptación
de las uniones libres, la desaparición de la discriminación machista contra las
mujeres, los gays y otras minorías sexuales que poco a poco van siendo
integradas en una sociedad que, aunque a veces a regañadientes, va reconociendo
el derecho a la libertad sexual entre adultos. Ahora bien, la contrapartida de
esta positiva emancipación sexual ha sido, también, la banalización del acto
sexual, que, para muchos, sobre todo en las nuevas generaciones, se ha
convertido en un deporte o pasatiempo, un quehacer compartido que no tiene más
importancia, y acaso menos, que la gimnasia, el baile o el futbol. Tal vez sea
sana, en materia de equilibrio psicológico y emocional, esta frivolización del
sexo, aunque debería llevarnos a reflexionar el hecho de que, en una época como
la nuestra de notable libertad sexual, incluso en las sociedades más abiertas
no hayan disminuido los crímenes sexuales y, acaso, hasta hayan aumentado. El
sexo light es el sexo sin amor y sin imaginación, el sexo puramente instintivo
y animal. Desfoga una necesidad biológica pero no enriquece la vida sensible ni
emocional ni estrecha la relación de la pareja más allá del entrevero carnal;
en vez de liberar al hombre o a la mujer de la soledad, pasado el acto
perentorio y fugaz del amor físico, los devuelve a ella con una inevitable
sensación de fracaso y frustración.
El erotismo ha desaparecido, al mismo
tiempo que la crítica y la alta cultura. ¿Por qué? Porque el erotismo, que
convierte el acto sexual en obra de arte, en un ritual al que la literatura,
las artes plásticas, la música y una refinada sensibilidad impregnan de
imágenes de elevado virtuosismo estético, es incompatible, la negación misma de
ese sexo fácil, expeditivo y promiscuo en el que paradójicamente ha desembocado
la libertad conquistada por las nuevas generaciones. El erotismo existe como
contrapartida o desacato a la norma, implica una actitud de desafío a las
costumbres entronizadas y, por lo mismo, implica secreto y clandestinidad.
Sacado a la luz pública, vulgarizado, se banaliza y eclipsa, no produce esa
desanimalización y humanización espiritual y artística del quehacer sexual que
permitió antaño. Produce pornografía, esa forma de abaratamiento procaz y
canalla de ese erotismo que irrigó, en el pasado, una corriente riquísima de
obras en la literatura y las artes plásticas, que, inspiradas en las fantasías
más atrevidas del deseo sexual, producían memorables creaciones estéticas,
desafiaban el statu quo político y moral, combatían por el derecho de los seres
humanos al placer, y dignificaban un instinto animal transformándolo en
quehacer creativo, en obra de arte.
He dado un largo rodeo para llegar a
un asunto capital de esta charla: ¿de qué manera ha influido el periodismo en
la civilización del espectáculo y esta en aquel?
De entrada, digamos que la frontera
que tradicionalmente separaba al periodismo serio del escandaloso y amarillo ha
ido perdiendo nitidez, llenándose de agujeros hasta en muchos casos evaporarse,
al extremo de que a veces resulta difícil en nuestros días establecer aquella
diferencia en los distintos medios de información. Porque una de las
consecuencias de convertir el entretenimiento y la diversión en el valor
supremo de una época es que, en el campo de la información, insensiblemente
ello va produciendo también un trastorno recóndito de las prioridades: las
noticias pasan a ser importantes o secundarias sobre todo, y a veces
exclusivamente, no tanto por su significación económica, política, cultural y
social como por su carácter novedoso, sorprendente, insólito, escandaloso y
espectacular. Sin que se lo haya propuesto el periodismo de nuestros días,
siguiendo el mandato cultural imperante, busca entretener y divertir
informando, con el resultado inevitable de fomentar, gracias a esta sutil
deformación de sus objetivos tradicionales, una prensa también light, ligera,
amena, superficial y entretenida que, en los casos extremos, si no tiene a la
mano informaciones de esta índole sobre las que dar cuenta, ella misma las
fabrica.
Por eso, no debe llamarnos la atención
que los casos más notables de conquista de grandes públicos por órganos de
prensa los alcancen hoy no las publicaciones serias, las que buscan el rigor,
la verdad y la objetividad en la descripción de la actualidad, sino las
llamadas “revistas del corazón”, las únicas que desmienten con sus ediciones
millonarias el axioma según el cual en nuestra época el periodismo de papel se
encoge y retrocede ante la competencia del audiovisual. Esto sólo vale para la
prensa que todavía trata, remando contra la corriente, de ser responsable, de
informar antes que entretener o divertir al lector. Pero ¿qué decir de un
fenómeno como el de Hola? Esa revista, que ahora se publica no sólo en español,
sino en cuatro o cinco idiomas, es ávidamente leída –acaso sería más exacto
decir hojeada– por millones de lectores en el mundo entero –los de los países
más cultos del planeta entre ellos, como Francia e Inglaterra– que, está
demostrado, la pasan muy bien con las noticias sobre cómo se casan, descasan,
recasan, visten, desvisten, se pelean, se amistan y dispensan sus millones, sus
caprichos y sus gustos, disgustos y malos gustos los ricos, triunfadores y
famosos de este valle de lágrimas. Yo vivía en Londres cuando apareció la
versión inglesa de Hola, Hello, y he visto con mis propios ojos la vertiginosa
rapidez con que aquella criatura periodística española conquistó a la tierra de
Shakespeare. Por eso, no es exagerado decir que Hola y congéneres son los
productos periodísticos más genuinos de la civilización del espectáculo.
Convertir la información en un
instrumento de diversión es abrir poco a poco las puertas de la legitimidad y
conferir respetabilidad a lo que, antes, se refugiaba en un periodismo marginal
y casi clandestino: el escándalo, la infidencia, el chisme, la violación de la
privacidad, cuando no –en los casos peores– al libelo, la calumnia y el
infundio.
Porque no existe forma más eficaz de
entretener y divertir que alimentando las bajas pasiones del común de los
mortales. Entre estas ocupa un lugar epónimo la revelación de la intimidad del
prójimo, sobre todo si el prójimo es una figura pública, conocida y
prestigiada. Este es un deporte que el periodismo de nuestros días practica sin
escrúpulos, amparado en el derecho a la libertad de información, y, aunque
existen leyes al respecto y algunas veces –raras veces– hay procesos y
sentencias jurídicas que penalizan los excesos, la verdad es que se trata de
una costumbre cada vez más generalizada que ha conseguido, de hecho, que en
nuestra época la privacidad desaparezca, que ningún rincón de la vida de
cualquiera que ocupe la escena pública se libre de ser investigado, revelado y
explotado a fin de saciar esa hambre voraz de entretenimiento y diversión que
periódicos, revistas y programas de información están obligados a tener en
cuenta si quieren sobrevivir y no ser expulsados del mercado. Al mismo tiempo
que actúan así, en respuesta a una exigencia de su público, los órganos de
prensa, sin quererlo y sin saberlo, contribuyen mejor que nadie a consolidar
esa civilización light que ha dado a la frivolidad la supremacía que antes
tuvieron las ideas y las realizaciones artísticas.
En un artículo reciente, “No hay
piedad para Ingrid ni Clara”,2 Tomás Eloy Martínez se indignaba con
el acoso a que han sometido los periodistas practicantes del amarillismo a
Ingrid Betancourt y a Clara Rojas, al ser liberadas, luego de seis años en las
selvas colombianas secuestradas por las farc, con preguntas tan crueles y
estúpidas como si las habían violado, si habían visto violar a otras cautivas o
–esto a Clara Rojas– si había tratado de ahogar en un río al hijo que tuvo con
un guerrillero. “Este periodismo –escribe Tomás Eloy Martínez– sigue
esforzándose por convertir a las víctimas en piezas de un espectáculo que se
presenta como información necesaria, pero cuya única función es saciar la
curiosidad perversa de los consumidores del escándalo.” Su protesta es justa,
desde luego. Su error es suponer que “la curiosidad perversa de los
consumidores del escándalo” es patrimonio de una minoría. No es verdad: esa
curiosidad carcome a esas vastas mayorías a las que nos referimos cuando
hablamos de “opinión pública”, esa vocación maledicente, escabrosa y frívola es
la que da el tono cultural de nuestro tiempo y la imperiosa demanda que la prensa
toda, en grados distintos y con pericia y formas diferentes, está obligada a
atender, tanto la llamada de calidad como la descaradamente escandalosa.
Otra materia que entretiene mucho a
la gente es la catástrofe. Todas, desde los terremotos y maremotos hasta los
crímenes en serie y, sobre todo, si en ellos hay los agravantes del sadismo y
las perversiones sexuales. Por eso, en nuestra época, ni la prensa más seria
puede evitar que sus páginas –o espacios– se vayan tiñendo de sangre, de
cadáveres y de pedófilos. Porque este es un alimento morboso que necesita y
reclama ese apetito de entretenimiento que inconscientemente presiona sobre los
medios de comunicación por parte del público lector, oyente o espectador.
Desde luego que toda generalización
es falaz y que no se puede meter en el mismo saco a todos por igual. Por
supuesto que hay diferencias y que algunos órganos de prensa tratan de resistir
la presión del medio en el que operan sin renunciar a los viejos paradigmas de
seriedad, objetividad, rigor y fidelidad a la verdad, aunque ello sea aburrido
y provoque en los lectores y oyentes el Gran Bostezo del que hablaba Octavio
Paz. Señalo una tendencia que marca el quehacer periodístico de nuestro tiempo,
sin desconocer que hay diferencias de profesionalismo, de conciencia y
comportamiento ético entre los distintos órganos de prensa. Pero la triste
verdad es que ningún diario, revista y programa informativo de hoy puede
sobrevivir –es decir, mantener un público fiel– si desobedece de manera
absoluta los rasgos distintivos de la cultura predominante de la sociedad y el
tiempo en el que opera. Desde luego que los grandes órganos de prensa no son
meras veletas que deciden su línea editorial, su conducta moral y sus
prelaciones informativas en función exclusiva de los sondeos de las agencias
sobre los gustos del público. Su función es, también, orientar, asesorar,
educar y dilucidar lo que es cierto o falso, justo e injusto, bello y execrable
en el vertiginoso vórtice de la actualidad en la que el público se siente
confuso y extraviado. Pero para que esta función sea posible es preciso tener
un público. Y el órgano de prensa que no comulga en el altar del espectáculo
corre hoy el riesgo de perderlo y dirigirse sólo a fantasmas.
Por eso, mi conclusión es pesimista.
No está en poder del periodismo por sí solo cambiar la civilización del
espectáculo, a la que ha contribuido parcialmente a forjar. Esta es una
realidad enraizada en nuestro tiempo, la partida de nacimiento de las nuevas
generaciones, una manera de ser, de vivir y acaso también de morir del mundo
que nos ha tocado, a nosotros, los afortunados ciudadanos de estos países a los
que la democracia, la libertad, las ideas, los valores, los libros, el arte y
la literatura de Occidente nos han deparado el privilegio de convertir al
entretenimiento pasajero en la aspiración suprema de la vida humana y el
derecho de contemplar con cinismo y desdén todo lo que aburre, preocupa y nos
recuerda que la vida no sólo es diversión, también drama, dolor, misterio y
frustración.
Madrid, septiembre de 2008
__________________
1. Paz, Octavio, “Chiapas: hechos, dichos y gestos”, en Obra completa, V,
2ª edición, Barcelona, Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, 2002, p. 546.
2. El País, 6 de septiembre de 2008.
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