Las cartas del autor de Lolita a su adorada y explotada esposa, secretaria, lectora, chofer,
asistente, mecanógrafa, editora y cómplice no tienen desperdicio, ya era hora
de que se tradujeran, y constituyen una pieza clave del rompecabezas que
contextualiza la vida y la idiosincrasia del impagable narrador ruso, ese
malabarista de los juegos y las identidades, que manipulaba como bolas de
colores sobre el fondo oscuro del exilio y de la supervivencia.
Véra escribe al dictado de su esposo, Vladímir, en 1958. |
Otras piezas esenciales son sus memorias falsas Habla, memoria (Anagrama. Barcelona, 1999) y el
volumen de Stacy Schiff Véra. Señora de Nabokov (Alianza. Madrid, 2002), la
biografía completa y aguda de la destinataria de las cartas que nos ocupan, el amour fou ma non troppo del bueno de
Vladímir que, atlético como era, supo nadar siempre entre dos, tres y hasta
cuatro aguas, no en vano cruzó el Atlántico.
Se las sabía todas. Y en este epistolario, que traduce la
edición de Penguin Classics publicada el pasado septiembre, como un artista
capaz de actuar en varias pistas de circo a la vez, Nabokov revela su condición
polifacética, camaleónica.
Héroe romántico de novela del XIX. Coleccionista de
fruslerías. Implacable observador del mundo, como le corresponde a un
naturalista y cazador de mariposas. Entrañable dibujante de coches y trenes
para su hijito Dmitri al final de la página. Chancero (“Cachorrilla, prométeme
que nunca, nunca cenaremos salchichas”, le escribe en 1926 al sanatorio en el
que Véra estaba interna, como lo estuvo en el de Wald en Davos la esposa de
Thomas Mann). Adulador incorregible (“Te amo, mi minina, mi vida, mi vuelo, mi
flujo, perrita”, le escribe en julio de 1926, como Humbert Humbert escribirá
más tarde “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas, mi pecado, mi
alma…”). Poeta, en versos que desperdiga a lo largo del epistolario, y en
prosa: describe una taberna rusa de Marsella —“de la calle llegaba un frescor
acídulo y el rumor sordo de las noches portuarias”— no como lo hubiese hecho
Zola, sino confesándole a Véra enseguida que se sabe de memoria los poemas de
Ronsard; y recurre a las imágenes como recurre un náufrago a una tabla, “hace
sol y hiela, por lo que la nieve en los tejados parece una violácea capa de
gouache”, escribe desde Praga en 1926.
Una de las misivas de Nabokov. |
Autor de crucigramas —que plantea moviendo las palabras
como fichas en un tablero de su querido ajedrez— y de acertijos que los
editores resuelven para el lector más curioso. Políglota cosmopolita y un
lenguaraz animal social (“Todo un éxito. Estaba Michaux. Me hice muy amigo de
la editora de Joyce, una lesbianita petulante”, escribe en 1937 en un París
todavía libre y libérrimo). Y un gigantesco egocéntrico, a pesar de que, con
casi 40 años, le confiesa a Véra en febrero de 1937 su ilusión por ser recibido
por fin en París por el gran Gallimard.
El volumen de Cartas a Véra, que cubre sobre todo las
décadas anteriores a su exilio americano, y que exhibe la impostura del
artificio y cierto hedonismo lúdico, se adereza con un aparato de notas y
textos complementarios entre los que destaca un preliminar del profesor Brian
Boyd, el autor de los volúmenes Vladimir Nabokov. Los años rusos (Anagrama.
Barcelona, 1992) y Vladimir Nabokov. Los años americanos (Anagrama. Barcelona,
2006), otras dos piezas imprescindibles para armar el puzle biográfico del
temible burlón que escribió Pálido fuego y que ni siquiera siendo septuagenario
dejó nunca de ser un joven vanguardista.
Fue Véra una mujer con arrestos, que parece que condujo
alguna vez uno de los Ferrari de su hijo y que nunca estuvo para muchas lolitas
y, sin embargo, se diría que en sus cartas Nabokov la convierte en un alma
cándida… Y es que también las cartas privadas son un género de ficción en manos
de un artista.
Por: Javier Aparicio Maydeu/Babelia
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