Crónica │Expedición al Salto de La Chorrera de Ojojona

La caída, aunque poca todavía, es de al menos 50 metros de altura. Para llegar al pie hay que bajar con cuerdas.

  “¿Qué vas a hacer hoy? Vamos a La Chorrera”, decía el mensaje de WhatsApp que me envió mi amigo Noé Varela. “Nada. Aquí voy a estar todos estos días”, le respondí. Y así comenzó la aventura que a continuación trataremos de contarles.
  Para iniciar el relato, hay que aclarar que el viaje fue improvisado y, aunque el cielo estaba gris, encapotado, parecía buen tiempo para salir.
  A eso de las diez de la mañana estábamos saliendo de la casa de Noé, pero antes debimos esperar a su tío Zelvin Zelaya, quien fue nuestro guía a lo largo de la expedición.

El paisaje es inmejorable para salir de la rutina.
  Tomamos el camino hacia el barrio Custerique, y al solo entrar observamos la depredación de la que ha sido objeto el bosque a raíz del gorgojo descortezador. La primera prueba fue subir una empinada cuesta, cuya calle tiene pavimento de piedra. Al superarla, nos encontramos con un campesino que arreaba seis bestias; iba para el pueblo a vender leña rolliza de roble y encino.
  Elegimos el camino a nuestra izquierda. Nos dimos cuenta, yo más que todos, cómo ha crecido ese barrio, el que contaba hace unos 15 años con dos o tres casitas construidas de bahareque. Ahora se han levantado sendas mansiones y casas de domingo. Al final de ese camino, antes de entrar en otro tipo de geografía, de paisaje, Zelvin avistó un horno artesanal de hornear pan. Contó que su abuelo lo habría construido a mediados de la década del cincuenta y de haber soportado por lo menos cinco inviernos desde que se derrumbó la galera que lo protegía del agua. Asimismo, detallo con propiedad que en el Centro Histórico de Ojojona quedan menos de una decena de estos hornos, y enseguida nombró con nombre y apellido las casas de los dueños donde se encontrarían.

Este horno tiene más de 50 años de existencia.
  Continuamos por el camino alfombrado de hojas de pino, de huellas humanas y animales. Son caminos cobrizos, amarillentos, blancuzcos, flanqueados por zarzas y la recia vegetación propia del lugar. Luego de cinco minutos comenzó a lloviznar, lo que alertó a nuestro guía, quien el día anterior había horneado y de caerle un chaparrón podría enfermarse. Por suerte a escasos metros hay una casita de adobe, techada con lámina de zinc, de una pieza, que más parece una pequeña bodega de herramientas de campo. Sólo fue un conato de lluvia. Saltamos un cerco de piedra y empezamos la escalada por entre el monte, siguiendo un camino que serpenteaba montaña arriba.
  Íbamos cuatro:Zelvin y su hijo Franco, Noé y yo. Además, nos seguían e iban reconociendo el lugar tres perros, uno de los cuales se bañaba en cada poza que hallaba. A esas alturas ya se sentía cómo la baja temperatura helaba las fosas nasales. El sudor también ya comenzaba a aparecer. No había más paisaje que los pinos, unos cafés y otros todavía verdes. Adelante iba Zelvin cortando la maleza que ha crecido y perdido el camino. Ya habíamos avanzado bastante desde que encontramos el horno. La zarza nos rayaba con sus espinas, por ratos y producto de la irregularidad del lugar, debíamos ir apartando con el antebrazo el monte; también debimos ser cuidadosos al momento de pisar el suelo, ya que pararse en una piedra lisa podría derivar en una lamentable caída. Asimismo, hay trampas que la naturaleza pone, como nidos de hojas donde uno ve un cómodo paso, pero que resulta ser un hueco donde cualquiera puede obtener una fractura o un esguince. El cansancio ya pasaba factura, pero escuchar de repente, a lo lejos, el canto del río, nos motivaba a seguir nuestra búsqueda.

A veces hay que transgredir las reglas humanas.
  Bajamos por una pendiente de tierra suelta. De repente el guía gritó alegando haber visto una gallina de monte. Arriba, Noé se quedó tomando fotos. Por fin llegamos a un riachuelo conocido como Quebrada Honda que arrastra sus aguas hasta unirse más adelante con las de La Chorrera. Con esfuerzo subimos por el que parecía un camino. Estaba desecho y además lo cerraba, a manera de tranca, un árbol caído. Recorrimos unos diez minutos por este sendero hasta que Zelvin y Noé se enteraron de que estábamos siguiendo un camino que nos alejaba de nuestro destino. Nos regresamos. Se intentó un atajo, pero la frondosidad lo impidió. Regresamos y por fortuna encontramos la corriente de La Chorrera.

Un paisaje casi edénico, más que encantador.
  Entonces decidimos, inocentemente, seguir río arriba a fin de llegar al pie de la cascada. Aquí podríamos decir que fue un hermoso error porque pese a lo accidentado del cauce del riachuelo, supimos sortearlo, no obstante, los paisajes más maravillosos los encontramos en aquella especie de túnel natural. Sí, la fuente, como para no calentar sus aguas y tributárselas bien frescas a la represa La Concepción, se vale de un techo amalgamado con ramas, hojas y lianas. El cauce, difícil de superar, contiene piedras de cualquier tamaño y peso, superpuestas, rebeldes, cubiertas de una lama aterciopelada y de exquisito color. Aquí tuvimos que avanzar agachados, el terreno no permite andar erecto, pero lo compensa la inmensa belleza de su interior. En ese desorden que presenta la naturaleza ella encuentra su propio orden y armonía. Uno levanta la cabeza y se topa con gigantescas rocas de cuyo interior surte un grueso y cantante chorro de aguas color crema. Pero este contraste es precisamente del que hablamos.

El contraste de la naturaleza muerta y viva.
  Nuevamente nos encontramos en un género de callejón sin salida. Debemos escalar por los peñascos, con gran esfuerzo y cuidado; de ahí que sean necesarias para este tipo de actividades indumentarias adecuadas, como zapatos burros, camisas mangas largas, pantalones de azulón, gorras o sombreros; agua, medicamentos para mareos y cefaleas, entre otros.
  Decidimos cambiar la ruta y para eso debimos buscar un claro por donde hacer camino. La escalada continuó, luchando contra la maraña de la naturaleza y lo dañino de los cactus, maguey y demás plantas arbustivas. Finalmente llegamos a la cascada. La habíamos avistado hacía rato y eso nos mantuvo esperanzados. ¡Qué imponente! Sus más de 50 metros de altura la hacen ver formidable, como un gran muro de acero y, pese a que el salto no está en su punto, aparenta una larguísima cabellera líquida que se desliza por la espalda de piedra. Tras llegar Noé, que es el fotógrafo, hizo las fotos de rigor; “las oficiales” de nuestra experiencia, como dijimos. Enseguida sacamos nuestras burritas y comimos: eran las doce y minutos, y aquella zona donde nos sentamos a descansar y comer, parecía un “lobby” desde donde se puede disfrutar de la inmensidad que hay enfrente.

Uno de nuestros inquietos guías buscando señales. 

Segunda parte

  Después de hacer registro de la visita y darnos algo de energía tuvimos que escalar, así literalmente, por las orillas de la cascada, lo que conocemos como trepar. Debimos hacer caminos, arrastrarnos, caernos, hasta alcanzar un camino que debieron abrir los que llevaron el proyecto de agua potable a aquel sitio. Lo seguimos y, aunque no era la idea, coronamos el salto. Desde arriba pudimos absorber la inmensidad del paisaje, los cañones de aire fresco y divisar la profundidad de la caída, por lo que nunca falta un travieso que aviente un palo o una piedra para probar: ese fui yo. Estaba feliz.

La naturaleza pocas veces tocada por el humano, sola en su albedrío.
  A continuación hicimos registro desde las alturas y las respectivas “selfies” para invitar vía redes sociales a los demás. Dejamos ese lindo lugar y los senderos nos hicieron llegar al tradicional lugar conocido como el Rancho del Chilate, donde en junio de cada año se baila, se come y bebé celebrando la feria de Ojojona. Atrás iba quedando el paisaje, ya estábamos extenuados, pero ahora tocaba regresar. Por suerte nuestra travesía nos llevó a nuestras casas por caminos ya hechos, no tuvimos que romper con machete la armonía de la naturaleza. Cuando llegamos al pueblo eran las dos de la tarde. Valió la pena y el tiempo hacer este recorrido por otra de las maravillas de Ojojona.

Yonny Rodríguez


GALERÍA

Las fotografías son obra del fotógrafo Noé Varela.

Conquistada la cumbre, la bienmerecida "selfie" para registrar la visita.

Fue un retiro espiritual en las alturas, más allá de las montañas y el humo.

Muestra del túnel natural. Daba pesar estrujar la lama y desarreglarla.

Nos valimos de tres cámaras, entre ellas la GoPro que estoy usando.

Es sobrecogedor el vértigo que produce estar a orillas del acantilado.

Una pequeña serpiente de agua con caudal pequeño.

Demostrando lo pequeño que somos ante Natura.

Toma desde la cumbre del salto para confirmar su profundidad.

A media altura, subiendo por los lados.

La catarata posee poca agua debido al invierno.

La caída acercada. No se logró llegar más cerca.

Parte del muro semeja un yacimiento de metal.

Espigado, así se ve el salto desde el "lobby".

Grabando un pequeño video para describir el paisaje de La Chorrera.

Otra toma desde abajo, cerca del "lobby".

Nuestro Rey León sobre un coloso de piedra.

Enormes piedras a orillas de los senderos.

Volvimos por la Calle del Rancho del Chilate.

Comentarios