Lustrabotas en el centro de la capital. Foto│La Tribuna. |
Primera vez
que me siento a que me shaineen los
zapatos en el Parque Central de Tegucigalpa. Uno se siente como un dios, echa
los brazos atrás, sobre las bancas de madera y deja que la brisa que se
precipita desde El Picacho le acaricie la cara (ciertamente, a los humanos nos
gusta que nos sirvan, pero muchas veces no servimos para devolver esos favores,
esos servicios). Es mejor estar allí, sentir la idiosincrasia de los
lustrabotas, volver al origen, escuchar su modestia a través de su boca, libre
de fantasías, con nostalgia y felicidad en la mirada.
El gentío agota la rosa
de los vientos. Uno se pregunta en qué anda cada persona que atraviesa, a su
paso, los dominios del General y su corcel.
A lo lejos, un vendedor grita «¡Vaya,
llévele la raqueta a su madre!», ¿Qué es esa manera brusca de ofrecer un
matazancudos?, me pregunto, se me sale ‘lo moral’, pero me da risa y suspiro
para mí. Desemboco en la peatonal: otra fracción de universo capitalino.