Santa Ana | Expedición a los encantos del Cerro de Hula


Dos aspas dormidas, la niebla inquieta y el día que se levantaba. Fotos | Noé Varela.

YONNY RODRÍGUEZ | Ojojona 

Un día antes acordamos subir al Cerro de Hula. Noé dijo que un amigo suyo nos llevaría al lugar. Salimos de madrugada para hacer fotos en la hora azul de la mañana, ese periodo del crepúsculo donde no hay ni luz de día ni oscuridad total.

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Cuando llegamos faltaban minutos para las cinco, nos esperaba Wilmer Vásquez: un hombre multifacético que se dedica a la agricultura, la ganadería, la paternidad y correr maratones. Después del saludo sugirió que nos fuéramos; señaló que tenía que regresar a las seis y media para ordeñar las vacas.

La hora azul, las luces de Tegucigalpa, las aspas gimientes y unas oscurecidas terrazas.

Entramos por la Puerta de Golpe, seguimos un camino de herradura liso en partes y lodoso en otras, el sol todavía no se asomaba y en la medida que avanzábamos la temperatura no paraba de bajar: se sentían la nariz y las orejas congeladas, mientras el carro se hamaqueaba sobre el áspero sendero.

Es imposible no maravillarse ante el encanto que entra por nuestros ojos, nos damos cuenta de lo pequeños que somos en la colorida inmensidad del planeta, lo más grande es una especie de entusiasmo infantil que nos recorre al sentirnos parte de esa materia cósmica que nos hace ser uno.

El sol ya daba señales, las montañas emergían desde un lecho de neblina: espectáculo al natural.

Avanzamos entre plantas arbustivas rociadas de serenidad, a intervalos en el camino encontramos parcelas de milpas que marchaban como un pelotón rígido en dirección contraria. Íbamos y parecía como si el tiempo se hubiera detenido en el silencio azul de la madrugada.

El cielo tenía un escote escandaloso, estábamos a dieciséis grados y 1600 metros sobre el nivel del mar, en estas condiciones climáticas el sitio nos permite ver las cumbres de los volcanes San Miguel en El Salvador y San Cristóbal de Chinandega, Nicaragua, así como las luciérnagas de Tegucigalpa.

Observamos con embeleso el tono naranjado y vibrante del horizonte, aspectos indescriptibles.

Noé se instaló sin perder tiempo. Ni él ni yo habíamos estado jamás en la cima de esa ondulante colina de antenas transmisoras. Más sorprendente fue estar frente al antiguo sistema de terrazas agrícolas descubierto recientemente en la zona, y del que se dice es el más grande de Mesoamérica.

Luego de hora y media de registro fotográfico, charlas amenas y apasionadas, Wilmer, gran conocedor de esos cerros, nos habló de otro pico que se encuentra enfrente. Eran las seis y veinte: –los voy a dejar en el desvío, sigan el camino, allá van a llegar –y se retiró a sus quehaceres.

Esta expedición también fue posible gracias a este fiel Toyota: el paisaje es suyo.
Las condiciones del camino no mejoraron, los pies estaban hundidos en el fango hasta los tobillos, pero nadie se quejó; Hicimos comentarios para facilitar el tráfico hasta llegar a una calle que da acceso a los aerogeneradores. En el lugar la vista es inmejorable y está disponible para que turistas dedicados a la aventura realicen camping y actividades al aire libre.

Después le hicimos justicia al café que nos puso doña Ana Zelaya, la mamá de Noé. Aquello sólo fue víspera del desayuno típico que nos esperaba abajo en casa de Wilmer, donde una amable y voluntariosa doña Martha Martínez, progenitora de nuestro guía, nos atendió.

Una serie de aerogeneradores y también se observan plenas las terrazas justo bajo ellos.
Al entrar vimos una mesa ya dispuesta: tres platos, en dos de los cuales había frijoles fritos, en el medio, media libra de cuajada fresca, café humeante y unas enormes tortillas amarillas: un desayuno continental al estilo Cerro de Hula.

Dimos las gracias por todo. Salimos de aquel agradable hogar. Tomamos rumbo a nuestro Ojojona amado. Metros adelante vimos a una señora y a su hijo que afanados cocían y asaban elotes a la orilla de la calle. –Acabamos de empezar, ojalá nos vaya bien –deseó la doña.



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GALERÍA


Un dionisíaco hastío de café...

Don Chico se fue, iba a rodear la milpa.

Atención fina, comida deliciosa.

Un sur es posible en toda su magnitud y potencial.

Cuarenta lempiras cuesta la libra de cuajada.

El desvelo no nos impidió llegar a las cinco de la mañana al Cerro de Hula.

Don Chico frecuenta estos cerros.

Dentro de la bóveda azul y el frío glaciar.

¿Qué tal un desayuno o cena con unas tortillas de maíz amarillo?
 
Wilmer Vásquez y su servidor.
 
Por diez lempiras se consigue un elote.

La vegetación no pasa desapercibida