El poeta Livio
Ramírez Lozano disertó sobre la obra de Ramón Amaya Amador, en el contexto
del primer Centenario del natalicio
del olanchitense.
A manera de
archivo, me he tomado la libertad de transcribir la conferencia, puesto que
muchos de los asistentes mostraron su interés en leerla. Para el caso, he
transcrito los primeros 15 minutos.
Posteriormente publicaré por entregas el resto.
“Ramón Amaya Amador, producción y
memoria colectiva”
Por Livio Ramírez Lozano. Centro de Arte y Cultura
de la UNAH.
17 de mayo de 2016.
Pido a la
Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH) que haga un homenaje a Ramón Amaya
Amador, a la altura de su condición, a la altura de su calidad y que no
desmerezca lo que ya hizo su pueblo natal, dedicándole una semana, en la que
pintores, escritores, Academia de la Lengua, teatristas y cineastas, dejaron
claro que las cenizas no residen en su pueblo por un accidente, sino que están
integradas a un praxis nacional.
Aquí no nos
interesa hablar de qué libros hizo, de cuántos libros hizo, sino de rebatir
unas tesis y destacar otras. Primero, a Ramón hay que verlo como novelista, como
cuentista, como teatrista, como periodista
y como autor de reportajes modernos. En el campo del reportaje alcanzó un nivel
bastante importante. Fue en un viaje que realizó a China donde escribió un
libro que se llama Bajo el signo de la
paz: el proceso chino, asumido en una etapa importantísima de
consolidación, Ramón lo percibe con una inteligencia periodística asombrosa, una
prosa muy bien construida y con una visión de futuro, asimismo, quien percibe
el libro se da cuenta que no está ante la mirada de un militante impresionado
por los hechos, sino ante un hombre analítico que cala profundo en una
realidad.
No estaría
de más agregar que su trabajo de cuentista ha sido subestimado y yo diría también
que sus grandes proyectos.
Ramón tenía
una verdadera pasión por la escritura, le encantaba novelar, e insisto,
novelar, no ficcionar; entonces, como Ramón tenía un apego estricto a los
hechos, lo que hace es, dándole la dignidad al caso, mantener una línea de
fidelidad histórica, pero en la cual la ficción no juega prácticamente un papel
significativo, por tanto lo que quiere es, mediante una capacidad de novelar,
sacar esos actos de su propia identidad, de su sequedad histórica para que
accedan a un nivel de categoría literaria.
Segunda
cosa: da pena, y ojalá esto no dure mucho tiempo, comprobar que no hay estudios
sobre Amaya Amador. Conozco algunos trabajos de amigos a los que les tengo
mucho respeto, pero de verdad incomparables con su complejo narrativo… con
treinta y tantos libros, con los proyectos de vida de Morazán, por ejemplo, en
cuatro tomos… Evidentemente no se constituye el metalenguaje de una obra, no se
constituye una plataforma interpretativa que tenga razón de ser en tanto que lo
analizado. Entonces, lamentablemente, es un hecho aislado. ¿Dónde está la gran
biografía de Juan Ramón Molina? ¿Del periodismo de Molina? ¡No está! Hay que
hacerlo. Ramón Amaya Amador es, en el campo narrativo, la primera figura
nacional, y también está esperando que una generación cumpla con este
imperativo.
No dudo del
actual talento de los narradores hondureños; estamos viviendo un momento
extraordinario, y si me permiten, creo que es la respuesta del espíritu ante la
barbarie, una lectura de la sociedad con alto nivel de crisis; y es que, a más
brutalidad, a más sistematización de la brutalidad, a más cultura de la muerte
y a más necrofilia sistémica, el espíritu da una respuesta profunda y surge una
literatura por la vida, por la construcción del futuro: una literatura de
esperanza. Creo que se debe leer a Amaya Amador. El espíritu no resiste más,
también se niega a tragarse esta barbarie, y entonces esa postura múltiple,
poliédrica, está diciendo “no queremos este mundo; queremos otro, y no queremos
padecer la historia: queremos construirla”.
Otra
curiosidad. Algún crítico, si es que hay, que tenga estos niveles de irrespeto,
sostuvo alguna vez con una pedantería dantesca que “lo de don Ramón es, a lo
sumo, historiografía, pero no novela”. Vean los hechos, él está en corazón de
su pueblo, está recibido por los jóvenes, y el caballero, que según él lo
enterró con ese juicio -una especie de epitafio literario-, hoy está viviendo
su adultez -por cierto prolongada- en los círculos infernales de la burocracia
hondureña. ¡Suficiente!
Narrador,
entonces, el hombre se propone lo siguiente: asumir el discurso histórico de la
sociedad hondureña; va a crear un mural narrativo del cual no va a escapar nada,
de igual manera, ese constructor que el vórtice narrativo le permite tomar la
historia desde su etapa colonial, la republicana y las que siguen. Por ejemplo,
habrá que leer Los brujos de Ilamatepeque, una suerte de edad media siniestra
de Honduras y, sobre todo, el encanto de toda la prosa morazánica del libro,
hasta llegar a la huelga bananera, que como ustedes recordarán, es el tercer
acontecimiento histórico de la nación: primero está la independencia, en
segundo lugar la reforma liberal y la tercera etapa, verdaderamente
significativa, es, sin duda alguna, la huelga bananera.
No es Prisión verde la crónica de la huelga
bananera; en Prisión verde se capta el ambiente de gestación de la protesta.
Por primera vez hay un proletariado agrícola en la costa norte, cuyo enclave es
radiografiado por Ramón Amaya Amador, quien traza unas líneas sobre lo que será
su futuro desde el punto de vista de su vinculación política. Después, mucho
más maduro, en Destacamento rojo, sí hará
realmente la crónica novelada de esa huelga (…)
¿Qué quería
Ramón? Ramón quería construir desde su realidad, desde su interioridad, desde
su objetividad, desde su condición de trabajador, un documento que le dijera al
mundo qué es lo que pasaba, porque antes de él, el país era una Banana republic. Esa era una infamia que
se decía en cualquier parte del mundo. ¿Qué es una Banana republic? Hasta Woody
Allen llegó a burlarse de eso, cosa curiosa. Pero evidentemente después de este
libro queda bien claro que hay dos repúblicas: la república bananera sometida y
la república que no es bananera ni quiere ser sometida, que es capaz de alzarse
en un proceso de rescate de su dignidad de esta prisión verde. También hay una
radiografía de poder, allí están las entrevistas, los abogados del dólar,
satanizados para siempre por Pablo Neruda. Están también los alcaldes -su columna
vertebral-, vendedores de tierras… ¡qué curioso, cómo se repite la historia!:
la venta de bienes nacionales, de las riquezas del país a las manos más
oscuras, más sucias, más indignas… Los que venden hoy, ya están retratados por
Ramón en ese libro. Entonces, la gente en el extranjero dice: “pero yo tengo
otra visión de tu país, que me mostró Amaya Amador”.
Evidentemente
es una realidad impuesta por un enclave, por una estructura política estatal
opresiva, pero consta que el pueblo no quiere eso; es de contar que esa gente
que vive en los barracones y que muere a veces por el impacto de los elementos
tóxicos para combatir las enfermedades bananeras, es otra cosa. Allí hay un
pueblo digno, consciente, y lo lograron, ¿qué quiero decir con esto?, que también
la visión de la Honduras posible, en abierta lucha con esa literatura, se
plantea y habla de una Honduras escéptica, derrotista, venenosa, timorata, que
no es capaz de buscarse a sí misma ni de dar la pelea por encontrarse.
Consecuente
con su formación política, esa novela, y cualquier novela, no se entiende al
margen del materialismo histórico, de la visión marxista de la historia.
También sería absolutamente hipócrita hablar de Ramón Amaya Amador sin aludir y
asumir este hecho: es una cosmovisión, es una praxis, es una prédica y una
acción que tiene un signo de filiación política, de pertenencia muy claro, un
código genético perfectamente establecido en el orden político, sociológico.
Hay en Amaya
Amador una necesidad de narrar la totalidad de su país, y hay un libro claro
sobre esto, el libro Los brujos de Ilamatepeque. Yo no sé cuánta información
tenemos en este proceso de anular la memoria histórica de nuestro país, pero el
único documento que Amaya Amador tenía en sus manos para escribir Los brujos de
Ilamatepeque era una acta mediante la cual se ordena el fusilamiento de los
hermanos Cano, miren, nada menos que dos soldados morazanistas que habían
regresado de Ilamatepeque una vez concluida la gesta de Morazán. Sin ninguna
formalidad son condenados en esa plaza y después son arrastrados por el pueblo
de manera oprobiosa; una especie de orgía, de fascismo. El código genético del fascismo
en Honduras está en esa acta de Ilamatepeque, y ni tan siquiera se considera
que los hermanos Cano sean enterrados en su pueblo; son sepultados en un cerro,
no merecedores de descansar en la tierra de Ilamatepeque
Y pienso,
y lo reitero: lo dije en Olanchito y en otras partes del mundo, que está
pendiente un funeral de Estado para los hermanos Cano. Algún día un gobierno,
una generación; podrían ser los mismos trabajadores de Honduras, deben ir a ese
cerro, identificar los cuerpos, bajarlos y enterrarlos en Ilamatepeque, en un
funeral con toda la dignidad del caso, para que se vea que realmente no está
muerto el morazanismo, y que ya es tiempo de empezar a poner a los hermanos Cano en la lista de los próceres y héroes nacionales. Espero
que ese día llegue y espero celebrarlo…
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