Del verso al anatema, breve visión de la poesía de Panero

El poeta Leopoldo María Panero. Imagen│Cortesía.

FABIO CASTILLO | Comayagua

  Conocí la obra de Panero hace más o menos 20 o 21 años. Fue en una clase de Español que se habló de «Así se fundó Carnaby Street» y de inmediato me di a la tarea de saber sobre su contenido. Desde ese momento supe que un arquetipo de ideas y conceptos muy poco usuales en mi universo poético se estaba formando y consolidando. Fue un momento pivotal y chocante, igual que me sucedió cuando supe de Sabines y de Huidobro unos años antes.
  Adentrarse en la poesía de Panero es aceptar como premisa la desgarradora experiencia de un metalenguaje que se desangra, pero que de la misma manera reivindica desde un proceso multilingüístico y polisémico, que nos sitúa en medio de una incertidumbre que podemos descifrar desde nuestros estratos sensoriales. Jugar con el delirio y con las acechanzas de los fantasmas del verso y la tinta no es más que patentar una visión cosmogónica de la creación desde un rincón de la desesperanza.
  La poesía del maestro Panero siempre se decantó por la antítesis de todo lo cognoscitivo. Él mismo era un antagonista de sus propias ideas. El tormento y las constantes afrentas que lo llevaron a autorrecluirse en el «Hospital del Dr. Rafael Inglot», como él llamaba al pabellón psiquiátrico donde se encontraba, dieron fe de sus constantes y fatídicas luchas con un álter que se negaba a abandonar su condición de poeta maldito y bizarro al mismo tiempo.
  La universalidad de Leopoldo María –en mi opinión– radicaba en la forma descarnada con que describía y atacaba una realidad que se fastidiaba de sí misma y que los contra-sentimientos no eran más que el complemento de una estructura que se basaba en la anti-natura del verso. Cuerdo o no, la visión óntica de la poesía de Panero iba más allá del sufrimiento, del desencanto, de todo aquello que le desnudaba el alma y le hacía aparecerse en un profundo estadio de desánimo necesario para su supervivencia.
  Era un anacoreta del tiempo, congelado en el mismísimo infierno de sus certidumbres y sus pasiones terrenales. Su trabajo es la perfecta dicotomía de lo profano y lo místico, que se funden en un concepto que solo en su dimensión de creador genial e infatigable podría materializar. Serán muchas las razones que podremos esgrimir dentro de la poesía de Panero, pero hay un solo universo y visión unilateral de su grandeza: la del olvido y negación a sí mismo y su condición antropomorfa de ángel caído. Seguirá siendo el novísimo, fuera de lo que Castellet pudiera encasillar hace más de cuatro décadas en su antología de la poesía española.
  La obra del maestro no solo trasciende desde un punto de partida que disloca los parámetros del espacio creado, sino que desafía –de forma permanente– los demonios de la vanguardia y de su estética anquilosada por la retórica mal lograda. Una postura de martirio moral y muerte prematura donde las vivencias de sus líneas retratan el obsesivo mundo de desdén y abulia que primaba en su mismísima experiencia, es lo que podemos encontrar como escenario común en la obra permanente de este genio poeta.
  No es otra vida más que la propia la que Panero retratará, como evidencia de que la autoflagelación analógica no es más que un recurso hipersubjetivo para lograr una paz que solo él pudo –no solo comprender–sino lograr que cohabitara con el tormentoso delirio de un mundo que le hablaba en paroxismos quiméricos.


¡Gracias, maestro!