Borges, retratado por Ferdinando Scianna. |
Puede que Jorge Luis Borges aprendiera de Oscar Wilde o
tal vez de Bernard Shaw que para alcanzar la fama literaria basta con una frase
ingeniosa, malévola, sorprendente, paradójica, polémica, que cabree a los
representantes oficiales de la cultura.
“A lo largo de mi vida he ido aprendiendo a ser Borges”,
dijo casi al final de sus días. Pero no se sabe a qué se refería Borges, porque
eran dos: el Borges escritor y el Borges oral.
Este último, el de lengua larga
e imprevista, fue el que le dio popularidad, un fenómeno que sucedió cuando ya
era un anciano coronado por sus admiradores subyugados con el prodigioso cuento
universal, El Aleph, escrito con inapelable maestría o con otros relatos laberínticos
tallados cada palabra lentamente como sobre una madera de ébano.
Pero todas las ficciones, libros de arena, jardines de
los senderos que se bifurcan, el oro de los tigres, las historias universales
de la infamia, los cuchillos, las sombras y los espejos quedaban oscurecidos
por cualquier bordería epatante de ese Borges palabrista.
Por ejemplo, al comentar el verso de Fray Luis de León
Pongo mi corazón sobre tu llaga, dijo: “Qué verso más raro; da la idea de un
asado, ¿no?”. Para pasar a la historia es suficiente una frase que se repita
después en los cenáculos y tertulias literarias.
Aunque era refractario a toda la tecnología moderna, hoy
Borges habría triunfado más aún en el mundo perverso de Twitter con una maldad
de 140 caracteres en los que cupiera el elogio desmedido a escritores menores
solo para molestar a los consagrados que podían hacerle sombra; el desprecio al
propio idioma castellano, cuyo genio dominaba con una perfección absoluta,
hasta el punto de preferir el Quijote leído en inglés; el sarcasmo de zaherir a
García Lorca tachándole de poeta andaluz, el de los guardias civiles y gitanos.
Y así sucesivamente hasta no dejar títere con cabeza.
Ya sabíamos todo de su vida cuando, de pronto, Borges se
convirtió en el paradigma de escritor al que admiras y odias al mismo tiempo.
Ha habido otros literatos contradictorios de este estilo, pero Borges fue entre
nosotros el primero en partir el alma de sus lectores exquisitos, el que
parecía gozar con más ahínco escandalizando con una paradoja reaccionaria a sus
devotos progresistas.
Lo sabíamos todo de su infancia en Buenos Aires, de su
primer viaje adolescente en 1914 con su familia a Ginebra, de su visita al
prostíbulo para iniciarse impulsado por su padre, de su llegada a la España de
entreguerras, de su estancia en Mallorca durante un año y de su primer
encuentro en Madrid en 1919 con escritores más o menos conocidos que andaban
jugueteando con las vanguardias hasta que trabó amistad con Cansinos-Assens, un
escritor secundario, nocturno, talmúdico, poseído por la Cábala, al que desde
el primer momento consideró su maestro.
“Una de sus perversidades”, dice Borges, “consistía en
escribir artículos, y hasta libros, en los que prodigaba elogios a autores
menores. En aquellos tiempos, Ortega y Gasset estaba en la cumbre de la fama,
pero Cansinos no le tenía en cuenta y hablaba mal de él; decía que era un mal
filósofo y un pésimo escritor. Yo le debo muchas cosas, entre ellas supo
transmitirme su amor por la literatura”.
También parece haberle transmitido el arte de la
maledicencia. Cansinos-Assens oficiaba cada noche de dictador en la tertulia
del café Comercial y pasaba por ser conocedor de diez idiomas que usaba para
traducir directamente del árabe Las mil y una noches y del ruso a Dostoievski,
del alemán a Goethe, a Marco Aurelio del griego y del latín y a De Quincey del
inglés.
Pero algunos decían que, en realidad, solo sabía francés,
de donde abrevaba como traductor de Barbusse para asaltar todos los demás
idiomas. De la misma forma, algunos maledicentes también dudan todavía de las inmensas
lecturas de Borges. ¿Acaso no será debido a su prodigiosa imaginación cultural
de ciego tanto acopio de sabiduría secreta extraída de libros imposibles que
nunca leyó?
La familia Borges regresó a Buenos Aires en 1921, con el
joven literato imbuido de ultraísmo, una vanguardia que al final quedó en nada.
Con el tiempo, Borges fue madurando hasta convertirse en un escritor guardián
de todos los laberintos, en el poeta de versos de una exactitud matemática
mientras veía que ante sus ojos todo el universo adquiría el color ámbar de la
ceguera.
Después fue ese señorón de traje cruzado al que repelía
la grasa popular del peronismo, amigo de Bioy Casares, apacentado por Victoria
Ocampo, sentado en el restaurante La Biela o en un salón del hotel Alvear,
donde acudían los encorbatados estancieros.
En sus últimos años, cuando ya había escrito relatos
admirables y casi secretos se convirtió en el Borges oral, que llegó a España
de los años sesenta dispuesto a romper todos jarrones posibles.
“Una dictadura no me parece censurable. A simple vista,
parece que cortar la libertad está mal, pero la libertad se presta para tantos
abusos. Hay libertades que constituyen una forma de impertinencia. Siempre
pensé que la democracia era un caos provisto de urnas electorales, ese curioso
abuso de la estadística”.
Eran opiniones hirientes pronunciadas en un tiempo en que
sus lectores progresistas luchaban en este país por la libertad, contrastadas a
su vez con juicios fastuosos, frases siempre paradójicas y cargadas de
sinrazón, pero este juego dejó de tener gracia cuando sus lectores exquisitos
supieron que apoyaba con su silencio el golpe de los militares argentinos y
ponderaba el régimen de Pinochet. ¿Qué hacemos con este hombre, lo admiramos o
lo odiamos?, se preguntaban sus rendidos lectores. ¿Es un genio o un impostor?
“No otorgarme el premio Nobel se ha convertido en una
costumbre escandinava; desde que nací [el 24 de agosto de 1899] no me lo vienen
dando”.
Eso mismo piensan los que le aman. No otorgarle el Nobel
significaba concedérselo por omisión todos los años. Pero más allá del bien y
del mal donde la alta literatura se amasa con cinismo, siempre reinará Borges.
Eso mismo creen los que se ven condenados a odiarle.
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