No he querido leer pero he leído en alguna parte que no hay nada salvaje en Los detectives salvajes. Que esta novela representa el epitafio de las vanguardias latinoamericanas. Que el fracaso del realvisceralismo al interior de la obra simboliza el fracaso de todas las prácticas radicales. Que los destinos cruzados de Arturo Belano y Ulises Lima son, de hecho, ejemplares. Que el primero consigue desintoxicarse de las vanguardias y por eso, ya vuelto Roberto Bolaño, escribe algunas novelas extraordinarias. Que el segundo se ata a la ilusión vanguardista y por eso, ya vuelto Mario Santiago Papasquiaro, no escribe otra cosa que versos olvidables. Que esa escena en que Ulises Lima y Octavio Paz se encuentran en el Parque Hundido lo dice, al final, todo: las hostilidades han terminado, es hora de rendirse ante los maestros.
Bueno, es necesario responder que nada es así de
sencillo. Que Los detectives salvajes es a la vez un elogio y una parodia de
las vanguardias latinoamericanas. Que esta o aquella pandilla de radicales
puede fracasar y desaparecer pero que la pulsión vanguardista no muere con
ellos, así como desaparecen los autores clasicistas pero no los hábitos
clásicos. Que si la obra de Bolaño sobresale no es porque se haya desprendido
de todo aliento vanguardista sino justamente porque discute con las vanguardias
y está en tensión con ellas. Que esa escena en el Parque Hundido es, sí,
memorable pero tal vez por otras razones: quizá porque Paz envidia en Ulises
Lima al joven radical que él también fue.
Hay que empezar por aceptar que la narrativa de Bolaño no
es formalmente vanguardista –no continúa los hábitos de las vanguardias
históricas ni echa mano de los recursos más comunes de las posvanguardias. Hay
que aceptar, también, que Bolaño escribe el grueso de su obra muchos años
después de su experiencia con los infrarrealistas –mientras anda entre ellos,
apenas si escribe, dedicado como está a caminar la ciudad de México, leer
poesía, irrumpir en actos literarios. Hay que aceptar, además, que en sus
mejores obras no hay, en rigor, vanguardia. Hay algo distinto: trozos, retazos
de vanguardias. Seguro no en sus ensayos, a menudo complacientes e
improvisados. Quizá tampoco en sus cuentos ni en sus poemas, lejos de las
acrobacias formales de sus maestros. Pero sí, definitivamente, en sus novelas.
Basta escarbar un poco en La literatura nazi en América, en Estrella distante, en Los detectives
salvajes, en Amuleto, en Nocturno de Chile o en 2666 para notar que debajo
de sus formas –nunca decimonónicas– borbotean los principios capitales de las
vanguardias: el desprecio por la creación burguesa, el elogio de la acción, la
voluntad de traspasar las tapas del libro y participar en la vida. O quizá solo
haya que aceptar que Bolaño no marcha en la punta y que está, como decía estar
Roland Barthes, en la retaguardia de la vanguardia –que tampoco es poca cosa.
Lo que no se puede aceptar, no a estas alturas, es esa
idea de que la narrativa de Bolaño no es radical porque es, justamente,
narrativa. Ocurre que buena parte de la escritura de Bolaño trata sobre poesía
y poetas y, sin embargo, viene empaquetada en la forma de cuentos y novelas,
aparte muy poco líricas.
El asunto puede parecer grave porque no hay nada que las
vanguardias históricas hayan detestado más que la narrativa y, peor, la novela.
Puede parecer inconsistente, además, que esas novelas, habitadas por jóvenes
extremos, no sean, formalmente, las más extremas de la narrativa
hispanoamericana reciente. Se ha hablado incluso de traición, como si Bolaño,
al trasladarlos a la imaginación novelística, domesticara a esos poetas
radicales. No lo hace: los prende, porque también las novelas pueden provocar
incendios.
No es este, la narrativa, un problema grave. No es
siquiera un problema: hace mucho que la narrativa dejó de ser eso que los
vanguardistas de principios del siglo xx desdeñaban y es ahora, en las mejores
plumas, una escritura tan lúcida y brutal como cualquiera. Aquella frase de
Heidegger –“La narrativa es enemiga de la inteligencia”– sigue siendo válida
para buena parte de la narrativa pero no para aquella que ha sacrificado sus
hábitos con tal de significar.
En otras palabras: el que Bolaño emplee la novela para
celebrar la poesía no es problema de Bolaño; representa un problema solo para
aquellos que mantienen una concepción demasiado blanda de la novela. Bolaño
tenía las suficientes lecturas –de hecho, una suma colosal de lecturas– como
para no cometer la facilidad de privilegiar, al final del día, los poemas sobre
los relatos. ¿Poesía y narrativa? Incluso esos términos suenan algo torpes ante
la escritura de Bolaño. Que no se olvide que sus poemas narraban. Que no se
deje pasar esa frase dispuesta cerca del final de 2666: “Toda la poesía, en cualquiera de sus múltiples disciplinas, estaba
contenida, o podía estar contenida, en una novela.”
¿Cómo entender,
entonces, esa gastada rutina de ciertos críticos literarios que, ante un
novelista mayor, se atreven a decir que este es tan bueno, pero tan bueno, que
es, ante todo, un poeta? ¿Cómo justificar que sometan a Bolaño a esa maña? Señores, al revés: Bolaño es, sobre todo y felizmente,
un narrador. No es solo que su obra poética sea menor y que a veces parezca el
laboratorio de sus novelas. No es siquiera que la narrativa le haya permitido
lo que la poesía le negó: exponer a la vez la grandeza y miseria de la
existencia.
Es que pocos escritores han confiado tanto, con tanto
ardor, en la narrativa. ¿Qué mejor prueba
de ello que esa magna obra que es 2666? Cerca del final de su vida, cuando
la cirrosis se agrava, Bolaño decide emprender un último, desesperado proyecto:
¡no un poema sino una novela! Y no
cualquier novela: una novela total, vastísima, lejana lo mismo del minimalismo
de sus obras más breves que de los fragmentos y puzzles de Los detectives
salvajes. Una novela que, en cada una de sus cinco partes, desliza un homenaje
a diversas tradiciones novelísticas del siglo xx. Una novela que, al revés de
Los detectives..., ya no viaja al campo de los poetas para hallar, entre la
masa de versificadores académicos, una escritura radical. Ahora el héroe está
allí, en la narrativa misma. Ahora se llama Benno von Archimboldi y, aunque escribe novelas, es tan puro como
Cesárea Tinajero. Ahora es, como Bolaño, un narrador: simplemente un narrador.
Después de Los detectives... la pregunta ya no es: ¿puede escribirse una buena novela sobre la
poesía? La pregunta es: ¿por qué Bolaño prefiere escribir novelas y no poemas?
Mucho me temo que la respuesta no agradará a los poetas: Bolaño escribe novelas, y no poemas, porque hoy ya no puede escribirse
poesía. Esa es la conclusión que se desprende de su obra narrativa: la
poesía es ya imposible, sobrevivimos en un mundo pospoético. Véase a los
personajes de Los detectives...: aseguran ser poetas pero no escriben a lo
largo de las más de seiscientas páginas del libro un solo poema.
Por: Rafael Lemus
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